Resistencias

Pensaba en cómo podríamos hacer para que fuésemos capaces, todos y cada uno de nosotros, de construir un punto de referencia teórico a partir del cual pudiésemos entender los procesos que se dan en Orientación Psicológica.

Os decía en un escrito anterior que lo que aparecía en la conversación lo podríamos considerar como algo que formaba parte del conjunto de pensamientos del grupo que llamaremos conscientes, mientras que aquellos otros que no se verbalizaban y que quedaban ocultos al conjunto del grupo (aunque no necesariamente a cada uno de vosotros), los consideraríamos inconscientes.

Esta propuesta que os hago ya puede considerarse como un elemento conceptual a partir del que podemos comenzar a construir algo. También podríais considerar otra posibilidad (en realidad hay muchas, pero he pensado que la que os voy a decir os puede resultar cómoda, e incluso divertida): podríais considerar lo que dice vuestro profesor como parte del discurso de un paciente. Alguien que trata de explicaros algo a través de todo lo que os dice el profesor. Os la brindo. Además tenéis mucho material para realizar este juego.

Pero volvamos a la que os indicaba anteriormente. Creo que podemos estar de acuerdo en considerar al grupo grande, como una metáfora de la psique humana. Al menos tiene elementos con los que podemos establecer un cierto paralelismo. Tiene percepción y memoria. Puede expresarse mediante la voz y la acción. Percibe sentimientos y se relaciona con, en este caso, el profesor como «objeto ajeno a él». Creo que podríamos seguir encontrando paralelismos y preferiría que fueseis vosotros los que me los indicaseis. Es una metáfora, claro. Pero pensad que ya hace más de 100 años que esta idea ha sido expresada.

Entonces tenemos una Psique que podemos visualizar y comprobamos que cuando se expresa, no todos los pensamientos que esa psique dispone acceden a lo que pudiéramos llamar consciencia. No todos afloran.

¿Por qué?

Seguramente si pudiésemos hablar con tranquilidad en este momento en el que os escribo, me diríais que por varias razones:

—no podemos hablar todos —diría uno—.

—cuando se me ocurre algo y lo voy a decir, otro se me ha adelantado —diría otro—.

—no creo que esta idea que tengo sea suficientemente buena como para decirla —lo diría un tercero—.

—me da corte —señalaría el cuarto—.

Y tenéis razón. Todas estas y otras muchísimas razones que podéis aducir, son correctas. Otras, incluso me las endosaríais:

—no organiza la clase como para que todos podamos hablar bien

—no se puede hablar con tanta gente

—falta estímulo por su parte para que nos animemos…

Creo que podría seguir un buen rato en esta línea. Incluso otras dispondrían otro registro:

—no estamos acostumbrados

—la técnica que emplea no es correcta

—es un problema de aprendizaje y entrenamiento…

Os digo que es cierto todo esto. No voy a discutir una cosa tan obvia. Pero como resulta que soy psicólogo y no me apeo de esta función, me pregunto ¿qué tiene que ver esto con lo de la mente humana?

Si os fijáis, son las mismas, las mismísimas razones que cualquier persona aduciría para no explicar tranquilamente lo que quiere explicaros. Lo único que tenéis que hacer para entenderlo es modificar el cuadro de ordenadas en el que nos movemos: individual o grupal. Pero nada más.

¿A dónde voy?

Sigo con el marco conceptual. Si lo que ofrecemos es un marco de confianza y seguridad para que las ideas fluyan con tranquilidad, ¿por qué no salen? Respuesta: por las resistencias que ponemos para que ello suceda. Una resistencia es, os acordaréis de cuando estudiabais en el colegio, algo que se oponía, por ejemplo, al fluir de la electricidad, a su paso. Por esto, en función de la resistencia, el hilo conductor se ponía rojo y emitía calor.

Os he hablado de resistencias, es decir, aquellas ideas que se nos presentan y que consiguen detener un proceso natural como es el de hablar de lo que queramos hablar, aportar aquellas ideas que queremos añadir… Ahora bien, no creáis que estas sólo aparecen en vuestras mentes, no. También en la mía: «que no saquen este tema», «esa idea, ahora no la digo», «lo que se me ocurre ahora me parece una locura», «el grupo no está preparado para abordar lo que se me acaba de ocurrir», «no introduzcas este tema, es personal», «¡eh cuidado, que aparece lo social!». Y como éstas otras muchas ideas que de un lado frenan mi natural desarrollo en la conversación, y por otro no deseo que las aportéis porque las huelo como «peligrosas…» O sea, que las resistencias emergen tanto en vosotros como en mí, que son procesos lógicos que tratan de delimitar las conversaciones en terrenos concretos, más o menos seguros.

Pero, antes de seguir en este terreno, un elemento que no quisiera que se me olvidara: la relación entre vosotros y yo (no voy a añadir la que es muy evidente: vuestras relaciones interpersonales). Fijaros qué puede pasar si ante una idea que emerge, mi cara muestra una mueca, un pequeño gesto, una ceja que se me levanta…. y que indica «¡ojo, zona peligrosa, peligro indefinido!»; pues que automáticamente si dicho gesto es percibido por quien iba a enunciar determinada idea, ésta queda aparcada, o desviada, o edulcorada. En este sentido la resistencia ya no se ubica sólo dentro de nuestras «cajas negras» mentales, sino que se coloca en la mirada del otro, en su gesto, en su actitud…: en definitiva la resistencia viene del otro. El resultado es claro: no se habla. Y esto por no señalar otro sujeto que no se ve, pero que se siente, se percibe: el marco en el que nos movemos.

¿Seguimos con el marco teórico? Sigamos.

Estos elementos que hemos llamado resistenciales se colocan, como hemos visto, en al menos tres lugares: en vosotros, en mí, y en el contexto en el que nos movemos. ¿Qué hacemos ahora? ¿Cómo consideramos a estos pensamientos que tiene carácter de freno?

Podríamos considerarlos como «erróneos». Es decir, podríamos considerar que, por ejemplo, la idea de «el grupo no está preparado para abordar lo que se me acaba de ocurrir» es un pensamiento equivocado. Considero al grupo «menor de edad» ¿Por qué? Quizás considero que no existe «grupo» y, por lo tanto, la idea que me vino a la cabeza puede generar un nivel de, llamémosle confusión, importante. Pero, ¿qué es eso de confusión?

Podríamos considerarla como el resultado de la emergencia de numerosas ideas y sentimientos asociados que no van a poder ser elaborados de forma integradora, sino disruptiva. Como cuando uno agita un charco de agua: emergen del fondo partículas que, al quedar en suspensión, dejan el agua turbia. Es decir, si «digo lo que se me acaba de ocurrir», estoy pudiendo enturbiando la tranquilidad que tenía el charco: lo estoy agrediendo. Y si agredo a alguien lo normal es que reaccione. Entonces, ¿de qué estamos hablando? De mis relaciones con lo agresivo; pero, ¿de dónde puede venir esto, si el grupo nada me hizo?

¿Os acordáis de cuando hablábamos de expectativas y temores? Aquí todos tenemos nuestras expectativas. Todos, vosotros y yo. Espero, por ejemplo, que el grupo me de los conocimientos que ansío. Espero que rindáis a mi ritmo. Que tras cada sesión haya obtenido una idea, al menos una, clara. Es decir, espero que el grupo me satisfaga.

Y vosotros, otro tanto.

Esperáis que esta dinámica, esta forma de proceder con una materia, os aporte ideas, conceptos con los que lidiar el día de mañana. Aquí no venimos a perder el tiempo. Este profesor no acaba de imprimir a la clase el ritmo que yo desearía. SI yo fuese él, lo que haría… ¿sigo?

Estas son algunas de vuestras expectativas concretas. Y ¿con qué nos encontramos? Pues que el grupo tiene su ritmo. Que los procesos para conseguir niveles de fiabilidad y confianza van al ritmo que van y no al que cada uno desearía. Y constatarlo nos desespera. Y esa desesperación activa nuestros niveles de frustración y enfado. Y estos niveles activan nuestros sentimientos de índole agresiva que se traducen en pensamientos (a veces en actuaciones, claro) del tipo «el grupo no está preparado para abordar lo que se me acaba de ocurrir»

¿Me seguís?

Fijaros, entonces, que tenemos dos niveles de trabajo. Uno es el que corresponde a nuestros comportamientos (individuales, grupales) que vienen acompañados de ideas y pensamientos. Comprender este nivel es una de las problemáticas que tenemos siempre con los pacientes. El otro nivel es el que corresponde a los sentimientos que se activan en la relación, en el aquí y ahora de cada sesión; y a lo largo de ellas. Dicho de otra forma, lo cognitivo y comportamental, por un lado. Lo afectivo, por otro.

Pues bien, esto mismo sucede con los pacientes. Con todos. Así, cuando nos encontramos ante una persona (o grupo, da igual), junto todos los elementos que podemos considerar para que la confianza se vaya instalando, tenemos que pensar en lo que dice y cómo lo dice. Lo que explica y cómo lo explica. Y cómo se conduce en la sesión, es decir, cómo se comporta. Y cómo se articula lo que dice con el cómo se comporta. Pero también, y sobre todo, por los sentimientos que se van generando en la relación que estamos estableciendo.

Bueno, por hoy ya basta.

Hasta pronto.

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