La comunicación

Estos días han sido ajetreados. Básicamente nos hemos centrado en aspectos de la comunicación con el objetivo de observar algunas cosas que suceden en la interacción entre dos o más personas. Y días en los que hemos aparcado un poco las consideraciones teóricas para meternos un poco en el uso de nuestro cuerpo y del espacio. Cuerpo y espacio, dos elementos que parecen estar presentes en todas nuestras comunicaciones. ¿Qué cosas hemos visto?

A parte de lo que cada uno ha ido anotando de las diversas actuaciones realizadas en nuestro espacio lectivo, creo que ha quedado manifiesta la consideración de la importancia del cuerpo. Moverse en el espacio, gesticular, tratar de usar las diversas modulaciones de la voz prescindiendo de la significación de las palabras, introducir el ritmo y sus variaciones para tratar de transmitir algo al otro, tratar de percibir lo que sucedía y dar una respuesta ante ello, exponerse, dejarse ver… todo esto tenía como telón de fondo la actividad física del profesional de la salud, de la psicología.

Estos días creo que hemos realizado un pequeño paseo por una zona aparentemente «poco universitaria» (en el sentido de lo académico, de lo intelectual), pero cargada de elementos «universales» y que considero básicos para todo buen desarrollo profesional.

¿Cómo vamos a poder «leer» lo que nos dice un paciente o un grupo si no desarrollamos nuestras capacidades de lectura de lo corporal, de lo espacial? ¿Cómo vamos a aprender a transmitir esa idea con ese matiz, si no somos capaces de habilitarnos en el uso de las modulaciones de voz, del movimiento corporal, de la elección de aquella palabra cuyo sonido pueda ser más suave o más duro? Y estos elementos, tímidamente trabajados por la carencia de tiempo y espacio suficientes, pueden ser aplicados a cualesquiera de nuestras futuras actividades profesionales, tanto asistenciales como docentes. Y para ello sólo una guía: la que proviene de nuestra habilidad en el uso de nuestras propias capacidades expresivas. Que, por cierto, son inmensas.

Lo que sucede, y lo digo con un cierto tono de lamento, lo que sucede es que nuestro desarrollo en ocasiones va en dirección opuesta a lo «normal». Un bebé, en condiciones normales, expresa con total normalidad sus emociones y percibe las de los demás. Con el paso de los años, aprende a poner palabras y a nombrar esas emociones, lo que le habilita un instrumento valiosísimo de comunicación con el otro; pero parece que sutilmente se instala, también, un elemento «paralizante», ensordecedor. Como si colocásemos el «silenciador» en nuestra capacidad expresiva. Y eso toma cuerpo en ideas como vergüenza, recato, timidez… temores en definitiva a las consecuencias de nuestra propia capacidad expresiva.

La metáfora no crean que es casual. Espero que con el tiempo puedan ir comprendiendo que esas ideas y sentimientos de vergüenza, recato, timidez, inhibición… todas esas son los silenciadores que colocamos a nuestro instrumento expresivo para atenuar el sonido que produce, y ocultar, en ocasiones hasta de manera total, nuestros aspectos más naturales y comunicativos.

En todo proceso comunicador se dan elementos de dominio, de poder; e incluso de poderío. ¿Recuerdan su descubrimiento en clase cuando vieron lo que uno de los interlocutores se «veía forzado a hacer» como consecuencia de la «presión del otro»? Esto tiene que ver con el poder, con el dominio. Y es que ese aspecto de nuestra actividad profesional, nos da miedo. Creemos que no debemos mostrarlo, cuando por otro lado no dejamos de tenerlo y de manifestarlo. El problema no es nuestro poder, nuestro dominio de la comunicación, nuestro poderío —que proviene de nuestro saber hacer— el de nuestra experiencia profesional y humana.

El problema es su uso.

Uno puede usarlo para bien o para mal. Ahí está la clave. No en tenerlo, sino en cómo lo usamos. Y en ocasiones tenemos tanto miedo a usarlo (todos tenemos poder sobre el otro, ¿o es que creen que Uds., no tienen poder sobre mí?), que tememos nuestro abuso. Pero el miedo es usarlo para perjudicar al otro. Cierto que, en ocasiones, lo podemos perjudicar; pero también ayudar.

Ahí esta nuestro miedo. El nuestro y el de todos. Aunque temo más a quien dice no tener poder, quien dice no perjudicar a nadie porque sólo hace uso de sus «derechos». El uso adecuado de nuestras capacidades de dominio, de poder, debería ser la única guía de nuestros actos. El uso sin dañar. El uso para ayudar.

Y en ese uso está el acoplamiento al otro. Me acoplo para que el uso de mi poder, de mis habilidades, sea tal que le posibilite una experiencia significativa, una experiencia que le pueda permitir comenzar a creer en sus propias capacidades, en sus propios recursos. Que le permita ser capaz de conectarse con sus propios sentimientos y, entendiéndolos, comprendiéndolos, los pueda utilizar para su propio desarrollo; es decir, para poder ir alcanzando niveles estructurales superiores que le posibiliten vivir mejor consigo mismo y con los que le rodean; y contribuyendo al beneficio de la sociedad a la que pertenece.

Todos, en este sentido, nos debemos al grupo humano del que procedemos. Lo que aprendimos de él debe poder ser devuelto, tras la transformación que la experiencia personal de cada uno le ha aportado, a la sociedad que nos acogió desde nuestra concepción.

Un abrazo

 

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