PSICOTERAPIA – 6

 

La ansiedad y sus manifestaciones digestivas

 

No suele ser fácil atribuir a la ansiedad muchas de las problemáticas que aparecen vinculadas a las manifestaciones digestivas. La tendencia es considerar que «algo comí que me sentó mal», o a que «tengo digestiones pesadas o lentas», etc. Lo que siendo verdad igual no es toda la verdad.

 

Y no lo es porque parten de una consideración parcial del individuo. Es decir, de considerar que las personas, cada una está formada por un sumatorio de aspectos parciales que no siempre están totalmente conectados entre sí. O sea que si a alguien le sentó mal algo que comió, eso se manifiesta por un dolor de estómago y punto. En parte es verdad, claro. Pero si este dolor está presente con más frecuencia de la que podríamos considerar normal, igual eso que ha sentado mal no está tan vinculado con la alimentación.  Aunque no sepamos realmente «qué le sentó mal». Algo similar podríamos decir de la idea de «digestión pesada o lenta», o a la «falta de apetito»; pero también a la «ansiedad para comer», y similares.

 

Si partimos de la idea de que el cuerpo es una unidad, habrá que pensar que una de las formas que tenemos para expresar parte de nuestro malestar es facilitar que emerja desde alguna de sus partes; que es real, no imaginado. Es decir, si (por ejemplo) noto que llevo una temporada con falta de apetito o lo contrario, no me lo estoy inventando sino que es una vivencia real que me impide alimentarme como solía.

 

Es verdad que en el lenguaje cotidiano aparecen expresiones como «no voy a poder digerir lo que me está pasando», «esa noticia me quitó el apetito» y otras muchas como «estar hasta la sopa» que señalan que uno ya no puede con más noticias o disgustos.

 

¿Por qué es así?

 

En realidad es que no puede ser de otra forma. Al ser todos de una pieza compacta, las tensiones de la vida cotidiana o las que se van acumulando a lo largo de tiempo, buscan poderse manifestar de alguna manera. De esta forma, cuando nuestro cuerpo —o sea, nosotros— detectamos que algo no va bien, no cuadra, dispara una alarma. En ocasiones, es tan tenue que a penas nos damos cuenta de ella (lo que es un alivio, porque estaríamos constantemente alarmados). Pero en otras sí nos damos cuenta de que algo no va bien. Ahora bien, no siempre tenemos claro qué es lo que no va como nos gustaría.

 

Podríamos decir que ahí aparece un primer nivel que podemos calificar de «normal». Una pequeña tensión que, en este caso, aparece en la boca del estómago, o mediante un retortijón, o una pequeña sensación desagradable en el vientre. Cosas sin mucha importancia, claro. Diremos que los niveles de ansiedad se mantienen en este caso en unos valores «normales».  Por ejemplo, tengo que entrar en un nuevo establecimiento, o tengo que pagar una multa e ir a tráfico, o pedir hora al médico…, cosas que hacemos con una cierta frecuencia y que activan un nivel normal de alarma.

 

Hay otro nivel que va más allá de la normalidad y que pueden estar vinculados a que nuestra sensibilidad es mayor, a que la alarma salta con más frecuencia e intensidad de la acostumbrada y que, incluso, nos despierta tan nivel de tensión que comenzamos a anticipar lo que va a suceder; y no siempre lo vemos en positivo.  En estos casos, la ansiedad (que es un sistema de alarma que está presente en todos los seres vivos) nos  informa de un peligro que intuimos que puede haber y que no sabemos a ciencia cierta si sabremos encararlo.

 

Claro, al ser una manifestación que la notamos en el cuerpo, no siempre tenemos el diccionario a mano como para traducirlo en palabras. Tras ello vemos las sombras del miedo, del temor, de la inseguridad… y no sabemos muy bien qué hacer con ello.

 

El rol del profesional

 

Claro, ante eso, ¿qué hace un profesional, qué hago?

 

Hay un aspecto clave en todo esto: hablar. Parecerá una perogrullada, pero el poner palabras a esos temores, a esas sensaciones, nos va a permitir algo más que un «hablar por hablar». Nos posibilita algo que no siempre es fácil: crear o recrear la actividad de circuitos mentales que posibiliten la transformación de eso que se siente en algo que se pueda pensar y transmitir.

 

Hablar sirve de mucho; sobre todo si no es un hablar por hablar, sino un hacerlo para transmitir algo. Darle vueltas a las cosas para que éstas no nos den la vuelta a nosotros ya es un gran logro. Al hablar suceden bastantes más cosas que una mera transmisión de la información.

 

De recién nacidos, durante los tiempos que nuestras madres —es así, una realidad— nos hablaban constantemente sobre lo que percibían en nosotros o lo que nos iban a hacer cuando, por ejemplo, nos cambiaban o nos iban a bañar, desarrollaban en nosotros (seguramente sin saberlo) una importantísima actividad cerebral (y mental): la que permitía comenzar a poner palabras a las cosas que iban sucediendo o nos iba a pasar. Decían, por ejemplo, «ahora vamos al agua» «qué calentita está» «ahora vamos a limpiar la cara»… etc. Esas frases aparentemente sin sentido contribuían a que en nuestra mente se fuera desarrollando un aspecto nuestro que atendía a lo que nos sucedía. Y eso fue y sigue siendo, fundamental en el desarrollo humano.

 

Pues bien, no de forma igual pero sí de manera similar, el hablar en el contexto de una psicoterapia tiene esa importantísima función: ayudarnos a poner palabras ahí donde solo hay sensaciones negativas. Y poderlas articular para que las sensaciones no se queden atascadas en el estómago; por ejemplo.

 

Cuando entramos en este terreno, quien vino a por una ayuda, comienza a obtenerla con la garantía de que los cambios que se dan surgen de uno mismo (nunca del profesional) y ayudan a que quien depositó su confianza, mejore notablemente.

 

Que estoy para ello.

 

Dr. Sunyer