Tercera sesión
Comenzamos a hablar de la comunicación. Es un tema complejo porque ¿cómo explicaros que lo que entiendo por tal palabrita no es lo que habitualmente entendemos por ella? Me explico. Cuando utilizamos la palabra comunicación por lo general entendemos aquellas cosas que nos decimos los unos a los otros: la Real Academia Española dice que 1o acep., es la acción y efecto de comunicar; 2a acep. trato, correspondencia entre dos o más personas; 3a acep. transmisión de señales mediante un código común entre emisor y receptor… y así sucesivamente. Es decir, hacemos referencia, como no puede ser de otra forma, a los elementos que podríamos llamar conscientes que comunicamos a los demás o que los demás nos transmite. Y repito, es una forma absolutamente normal de entender ese concepto. De esta forma, si yo le digo a mi hijo, “voy a por un vaso de agua”, lo que literalmente le estoy diciendo es que voy a realizar esa acción. Claro que mi hijo puede entender, además, que tengo sed, es decir, que en realidad como tengo sed voy a buscar un vaso de agua. También podría haber entendido otra cosa. Si ve que estoy mirando una planta igual puede entender que voy a regarla y que es por eso que voy a por un vaso de agua. ¿Qué quiero decir con todo eso?
Que junto a lo que decimos transmitimos otra cosa, algo que puede tener que ver con nuestra intencionalidad, con nuestra necesidad, con algo que estamos sintiendo.
Este otro elemento que no aparece necesariamente en el propio mensaje tiene una gran importancia en nuestras relaciones profesionales. Porque nuestros pacientes nos dicen cosas (y nosotros a ellos) que van más allá de lo literal. “Mire Ud., -puede decir alguien- es que no tengo piso para vivir”. Ahí no solo hay una información respecto a cómo vive sino que puede haber o la solicitud de que se le busque un piso, o que se le entienda su situación real, o que le tengamos pena, o que… Y esa información la captamos más allá de las palabras: el tono, el gesto, la mirada, el contexto en el que aparece el tema, etc.
Freud ya indicó que la comunicación era más compleja y, aunque nada sabía de las neuronas espejo, sí intuía que las personas intuíamos bastantes más cosas que las que aparecen en lo literal de la narración. El descubrimiento hace algo menos de una década respecto al comportamiento de esas neuronas, lo confirma: el ser humano desde que nace es capaz de reconocer en el otro, mediante la reproducción automática de los gestos que realiza ese otro, la intencionalidad que tienen esos movimientos. Ese reconocimiento de lo del otro que le lleva a mover o a crear el mismo movimiento en él es lo que, a escala pequeña denominamos Introyección.
La introyección junto a la proyección son los dos mecanismos de comunicación más elementales que tenemos los humanos. Y mediante ellos nos constituimos y construimos a los demás.
La introyección supone que hago mío, incorporo (fijaros qué palabra más deliciosa esa de incorporar, es decir, meter en el propio cuerpo) aquello que veo en el otro. Capto esa forma de mirar y la hago mía. Capto esa forma de sonreír y lo incorporo. Y así con los miles y miles de elementos comunicativos que mi organismo capta del exterior. A través de ellos me estoy haciendo. Así me hago a imagen y semejanza del otro. Y a medida que voy madurando, la perfección del mecanismo de introyección acaba captando tres cosas: la imagen de aquello que veo y por lo tanto algo de su significado en la relación, la tonalidad afectiva que tiene eso que introyecto, y un esquema relacional en el que estamos incluidos tanto el otro como yo. Junto a eso aparece, a partir del sexto mes, el rol que tiene el otro y que tengo yo en toda esta estructura relacional. En estos momentos podemos hablar (para diferenciar el estado primitivo del actual) de identificación. Es decir, la identificación es un estado más evolucionado por el que partes de mi se hacen idénticas al otro.
El otro mecanismo primario es el contrario: proyección. Por este mecanismo de comunicación adjudico al otro, aspectos que son míos. Al adjudicarlos se los atribuyo. Por lo general se suele tender a considerar que eso que adjudico al otro son aspectos que a mí no me gusta tener y por esto tiendo a atribuírselos a los demás; pero también atribuimos aspectos que nos gustan, o que son agradables. Pero claro, al ponérselos al otro, es otro es visto por mí como si realmente los tuviera por lo que en cierta manera lo hago a mi imagen y semejanza, lo moldeo a mi criterio.
Fijaros que esos dos mecanismos están presentes en toda nuestra vida y en parte son responsables de nuestra capacidad de entender al otro y de establecer puentes con él. ¿Cómo puede saber una madre que su hijo tiene frío o hambre? Porque detecta señales que emite el otro por el que concluye que es eso lo que le pasa. Estas señales han sido entendidas por ella porque esas son las señales que ella conoce que guardan relación con el hambre o el frío. O el miedo, o el susto, o el placer. Y viceversa: el bebé detecta que mamá “está contenta” porque en este momento de la relación él siente el mismo placer que su madre le transmite. Y así, poco a poco, se va trenzando una complejísima red de líneas por las que hijo y madre están entrelazados.
Hay muchos más mecanismos de comunicación, claro. Pero quizás los más complejos y al tiempo, importantes en toda comunicación son los derivados de la unión de esos dos. Un tipo de unión es el que llamaremos identificación proyectiva.Por tal palabreja entendemos o escribimos aquel mecanismo por el que he detectado (he proyectado) en el otro un aspecto (bueno o malo) con el que me identifico (lo hago mío). Ejemplo sencillo: cuando los padres damos de comer a nuestro renacuajo, cuando le damos una cucharada de lo que sea, abrimos la boca tal como la abre o para que la abra. Proyectamos ese abrir la boca (nuestro deseo de que la abra) y nos identificamos con esa apertura, abriéndola nosotros mismos. Cuando la identificación es con cosas agradables, no hay problema (en principio), pero ¿qué pasa si lo que proyectamos y con lo que nos identificamos no lo toleramos o nos parece horrendo? ¿Qué pasa cuando vemos en el otro algo que no nos gusta y nos identificamos con ello? Que nos lo pasamos fatal. La frase “me da vergüenza ajena” indica eso. Pero a veces es más que vergüenza, es rabia, es desesperación, es ira, es… Porque eso con lo que nos hemos identificado no lo podemos aceptar como propio y por esto saltamos. Dicho de otra forma: aquellas cosas que en la relación con el otro nos ponen del revés es porque algo hay ahí con lo que nos identificamos y no podemos tolerar. Si veo una actitud intolerante en el otro que nos pone del revés es porque algo de esa intolerancia también es mía, y esa parte no la tolero en mí.
Pondré un ejemplo que me lo expusieron en una clase una alumna para tratar de entenderlo. Fue ella a Madrid y tomó un taxi. En la conversación, el taxista de forma más o menos relajada le comenta “es que los catalanes son agarraos con el dinero”. Eso le enfureció a nuestra alumna y le contestó, “es que Uds., con eso de que viven en la capital siempre andan chuleando”. Claro, se armó. Ella comentó en clase que lo que más le molestó era ese tono chulesco con el que le habló. Por lo que comentó, el taxista optó al final por no entrar más al trapo y… ¿Dónde está el problema que enfureció a nuestra alumna? En realidad hay varios problemas y dos de ellos nos vienen al pelo: “lo que más me enfureció fue ese tono chulesco con el que habló” que parece justificar la idea de “es que Uds., con eso que viven en la capital siempre andan chuleando”. No voy a entrar en si ese taxista (las generalizaciones que se suelen hacer dañan la capacidad de pensar) podría tener un aire chulesco; o no. Diríamos que está en su derecho. Pero, ¿por qué le molesta eso? A tenor de lo que estoy explicando, ella “percibe” un tono “chulesco”, es decir, proyectaría un aspecto chulesco de ella en él. Pero sería un aspecto que a ella no parece agradarle; pero si le enfada, si le molesta, es porque aparece una identificación con ese aspecto chulesco del taxista: es decir detecta ese elemento chulesco en sí misma y como no lo soporta tiene que reaccionar ante ello. Y como no puede enfadarse con ella misma (porque no reconoce ese aspecto chulesco en ella) tiene que agredir al taxista.
Segunda parte del problema: la identificación introyectiva. Como en el caso anterior aquí lo que prima de entrada es la introyección: se introduce en uno algo que viene de fuera, ¿de acuerdo? Pero si eso que se ha introducido no es aceptado por mí porque me parece horroroso, tengo que reaccionar ante ello. ¿Podríamos poner un ejemplo? Lo tenemos en el mismo ejemplo. El taxista hizo una afirmación que en sí no es ni buena ni mala: los catalanes son agarraos con el dinero. Evidentemente tenemos esa fama, pero eso no significa que “todos los catalanes” lo seamos, ni que esa pasajera lo fuera. Ella se enfureció porque algo había en lo que dijo el taxista: los catalanes son agarraos con lo del dinero. ¿Qué pudo ser? Si se identifica con la atribución de “los catalanes son agarraos” y esa idea no le agrada, ¿qué tiene que hacer? Sentirse mal y saltar a la mínima.
Esos dos mecanismos, el de la identificación proyectiva y el de la identificación introyectiva, juegan un papel muy importante en las tensiones que surgen entre las personas, y en especial en las situaciones grupales. ¿Por qué? Porque toda situación grupal, sea familiar o sea en el seno de la sociedad, favorecen los procesos regresivos, la pérdida de los límites entre el yo y el no yo, y se incrementan los niveles de confusión.
Bueno, os dejo por hoy. Hasta el próximo día.
Dr. Sunyer