Regresión
Si nos colocamos en este espacio mayor que tiene características sociales, podemos considerar que uno de los fenómenos que emergen es el de un empequeñecimiento del individuo. No es que uno se haga pequeño sino que uno se siente más pequeño; cosa por otro lado normal ya que la mayor dimensión del contexto nos hace sentirnos así. Esa vivencia absolutamente normal hace que lo que uno siente adquiera unas dimensiones mayores de lo que realmente corresponde ya que, al perder el punto de referencia valorativo de ese sentimiento, la vivencia subjetiva aumenta. Por ejemplo, si estoy en el paro o en una situación angustiante, la vivencia de ésta es mayor en tanto que la que tengo respecto al contexto social disminuye.
Este hecho se complica más por las reacciones individuales frente al dolor o la frustración, por ejemplo. Desde recién nacidos hemos ido progresando a base de esfuerzos aparentemente insignificantes pero subjetivamente gigantes. Lo que para mí es un escalón de quince centímetros, esos quince son cincuenta para un niño; y no digamos un bebé. Lo que hace que muchas veces el adulto no acabe de valorar el avance del niño o del joven cada vez que consigue determinados progresos. Y este proceso creciente es, de entrada, imparable y corresponde al propio hecho de existir, de vivir. Desde las plantas hasta los humanos, todos estamos implicados en procesos vitales de crecimiento y evolución. Y cuando nosotros (no sé si a las plantas les sucede lo mismo, pero igual) topamos con una circunstancia nueva nos vemos abocados a desarrollar habilidades y recursos que nos permitan superarla o digerirla. Aunque no siempre es así y, en estas circunstancias, al no encontrar nuevos procedimientos para hacer frente a este hecho, encontramos en nuestro bagaje de habilidades sistemas que nos permiten sortear de alguna otra manera esta situación. Y la que tenemos más a mano es la regresiva.
Los procesos regresivos están siempre al orden del día y consisten en un retorno a procedimientos y formas de enfrentarse al hecho, anteriores a las circunstancias actuales. La más evidente es la que desde pequeños hemos tenido a mano: cuando no queríamos ir al colegio por cualquier razón, descubrir que un dolor de cabeza o de estómago tenían peso y valor suficiente como para que los padres reconsideraran la decisión y nos permitieran quedar en casa, fue todo un hallazgo. Este esquema, por ejemplo, está en boga en la vida del adulto. En ocasiones uno no va a trabajar porque encuentra una razón familiar que le justifica aquella ausencia. De hecho, en la mayoría de las empresas se acepta que una ausencia de un día o máximo dos o tres no deban ser justificadas por el galeno correspondiente. Y como ésta muchas otras estrategias que involuntariamente (o no) se ponen en marcha se corresponden a activaciones de comportamientos más infantiles, menos adultos, y por lo tanto pueden ser catalogados por los psicólogos como movimientos regresivos.
Los movimientos o procesos regresivos son legítimos, claro. Todos tenemos derecho a utilizar aquellos sistemas defensivos para paliar la ansiedad que se nos activa por el hecho de vivir. Pero que sean legítimos no significa que sean saludables. Si estoy en el paro o me encuentro ante una situación angustiosa, es legítimo exigir que se me atienda y que se me ayude a resolver este mal trago. Es legítimo. Pero en muchas ocasiones es más saludable ser capaz de resolverlas por mí mismo, buscando la o las formas que pueden ayudar a salir de la situación. Por ejemplo, entiendo que si me he quedado sin trabajo lo ideal es que alguien me lo de. Pero en el mismo ideal es que me lo busque y encuentre. Y más ideal ser capaz, en caso de no encontrarlo, de inventármelo, creármelo para poder tener uno. Aunque este ideal representa un esfuerzo mayor y supone desarrollar los propios recursos.
Ahora bien, si en mi entorno social y familiar he ido creciendo y por lo tanto he ido haciéndome con la idea de que ese trabajo es un derecho que debo adquirir y una obligación del otro en dármelo, y no algo que debo crearme para mí y mi propia satisfacción, entonces no se desarrollan los mecanismos para asumir que estoy en una situación de la que tengo que salir por mis propios medios. Y si bien esta segunda posición (que tiene pinta de más saludable) es más progresiva, la primera que tiene visos de más regresiva es la que se aplaude.
Desde un punto de vista social solemos solidarizarnos fácilmente con aquellas personas que muestran su queja ante las deficiencias del sistema. “El sistema” que acaba convirtiéndose en una especie de objeto real, se convierte en el punto respecto al que puedo mostrar y desarrollar mis conductas más infantiles. Es como si se convirtiera en nuestro padre o nuestra madre que desde un pensamiento infantil debe satisfacer todas nuestras necesidades. Esa solidaridad suele venir enmarcada por procesos de identificación con el otro que no siempre son saludables. Son solidaridades patógenas (no necesariamente patológicas, aunque de todo hay en la viña del Señor) en tanto que hago mías actitudes, comportamientos, pensamientos y significados que van más en línea con posiciones regresivas que en las progresivas. (Un inciso, progresivo no significa modernidad sino la capacidad de desarrollar mecanismos adaptativos que me sirvan y que sirvan a mi colectividad).
Esas identificaciones, legítimas donde las haya, no nos facilitan tampoco la tarea. Es más, nos la complica. Y eso porque por un lado, al identificarme con ese sufrimiento en realidad hago mío no tanto un aspecto comprensivo parcial de su situación cuanto una actitud beligerante contra esa cosa denominada sociedad o contexto social o algo similar. Pero al tiempo formo partede esa cosa que se llama contexto social. Vamos, como que nos hemos colocado en zona muy ambigua: y en el nudo nos quedamos atrapados. Y ¿cuál es el pegamento que nos atrapa a la situación? Rabia y enfado.
Rabia, enfado y frustración
La rabia (y el enfado que la acompaña) es una reacción normal de cualquier mamífero vivo que siente que no puede alcanzar lo que desea y, o, necesita. Es un sentimiento que en principio no tiene nombre ya que el bebé no dispone de vocabulario para nombrarlo, pero que no quita para que emerja y lleve a actuaciones varias que tratan de paliar ese poderoso sentimiento. Esa rabia, ese enfado que surge de la frustración al constatar que la realidad propia o la del entorno es la que es y no otra, debería poder ser digerida de otra forma. Creo que todos entendemos la manifestación de esa rabia y de ese enfado; pero también sabemos que no siempre esa manifestación es constructiva. Y se supone que en el proceso educativo vamos enseñando a moderar esas manifestaciones y a reconvertirlas en algo que contribuya al desarrollo y no a la destrucción.
A lo largo del proceso en el que interviene de forma básica la madre y posteriormente el padre, este bebé (y luego este niño, ese muchacho, este adolescente, este adulto) va creciendo como acrecentando también la capacidad y el dominio de las expresiones de rabia y enfado. Esto forma parte de los procesos civilizatorios: en la medida que la sociedad ha ido evolucionando, hemos ido acrecentando nuestros sistemas de control del impulso rabioso y destructivo, y enseñamos a nuestros pequeños a irlos controlando. Y nos damos unas leyes que sirven para precisamente eso: buscar y desarrollar canales e iniciativas que el poderío destructivo, sea creativo.
Pero esto significa que como padres tenemos claro que debe aparecer este control, que debo suministrarle al niño, al hijo, formas y experiencias para que vaya aprendiendo a controlar estos impulsos nacidos de la frustración. Es decir, en los procesos de socialización y por lo tanto los de educación, van implícitas las modalidades de control de los impulsos y de manejo de las frustraciones que siempre las hay. Ahora bien, eso no todos lo tenemos igual de adquirido y en muchas ocasiones nos encontramos con que determinadas frustraciones activan en nosotros reacciones exageradas e incluso inadecuadas dentro del marco en el que nos encontramos. Esto puede ser algo entendible y habitualmente mantenemos bajo control esas expresiones; pero en ocasiones, los relatos y las actuaciones de las personas con las que trabajamos facilitan esas identificaciones con su situación, hecho que activa en nosotros los fantasmas de impulso agresivo y, en ocasiones, de tal actuación.