Los procesos mentales
La única forma que tiene esa célula para poder evolucionar es tomar del exterior aquello que le alimenta y que durante los nueve meses de embarazo vienen de la madre. Este hecho natural por el que tomamos de lo que está fuera de nosotros para hacernos a nosotros mismos tiene su correlato a nivel psíquico: introducimos aquellos componentes del otro que, a través de la relación que establecemos con él, nos van a ayudar a constituirnos como individuos. Esta introducción tiene un nombre: introyección. Fijaros que no decimos inyección (que supondría que voluntariamente introducimos algo en el otro) sino introyección (que alude a un mecanismo mental mediante el que nosotros introducimos (guiamos a nuestro interior, intro) aquellos aspectos que nos parecen significativos. Dicho en otras palabras, el Yo comienza a desarrollarse gracias a la infinidad de introyecciones que realiza que se sustentan y sostienen en la actividad de su aparato sensitivo y memorístico. Este proceso dura toda la vida si bien posteriormente y como consecuencia de que el yo está más evolucionado es llamado de otra forma.
La infinidad de datos que provienen de fuera de uno es lo suficientemente significativa como para que ese Yo incipiente vaya apoderándose de información que va a tener que ir elaborando e integrando en estructuras más y más complejas. Podríamos decir que desde el propio embrión se van dando miles de millones de aprendizajes que constituyen algo así como ladrillos básicos de información significativa a medida que van pudiéndose integrar en estructuras cada vez más y más complejas que constituyen la base de las respuestas de este organismo al entorno en el que vive. Incluso más, la propia estructura genética que predetermina las características de ese ser también se modifican a partir de las condiciones y de los estímulos que recibe ese ser de la madre y, posteriormente, de los sucesivos entornos y personas en los que se va a desarrollar. Estamos pues en un entorno dinámico que genera y constituye un ser dinámico también.
Ahora bien, esa ecuación de introyecciones que son, por definición, unidireccionales (uno introyecta del otro) en realidad definen una situación más compleja ya que el organismo reacciona de una u otra forma a lo que va introyectando y esa reacción no deja de ser un mensaje emitido y que capta la madre. De esta forma la denominada interdependencia vinculante comienza a estar servida: Yo dependo de ti, lo que te obliga a cuidar de mí y ello conlleva una relación bidireccional en la que uno y otro con interdependientes. La madre sólo es madre en tanto que hay hijo. El hijo sólo puede ser tal en tanto que hay una madre que le posibilita el crecimiento y la maduración. Uno hace al otro, y viceversa.
Este conjunto de elementos que vamos introyectando no pueden denominarse pensamientos, ni conceptos ya que hasta que el aparato psíquico no adquiere una mayor madurez no podemos pensar en ello; pero porque fundamentalmente no hay lenguaje por mucho que estemos inmersos en él. Son sensaciones que en el terreno psíquico podremos denominar pre-pensamientos: en realidad son vivencias, sensaciones, señales que provienen del exterior y hasta de uno mismo que al no poder ser procesadas quedan como material dispuesto a ser utilizado en su momento. Y a lo largo del proceso madurativo que se da siempre en el contexto cultural y por lo tanto en el de la existencia del lenguaje (diferente del contexto del idioma o lengua) el bebé va comenzando a vincular esos pre-pensamientos, esas vivencias, emociones, sensaciones y demás con palabras que aluden a elementos del pensamiento. Y así, poco a poco y con el desarrollo de los años, vamos aprendiendo a pensar. ¿Cómo aprendemos a hacerlo? A partir de las formas de pensar que percibimos en nuestro alrededor, fundamentalmente las formas maternas de pensar.
Si por un lado el organismo precisa alimentarse de lo que el exterior le proporciona también precisa depositar sus propios deshechos. Todo ser vivo, todo ser humano deposita sus excrementos. ¿Qué son esos excrementos? Aquellos derivados de lo que nos ha alimentado que no son útiles, no son considerados por el organismo como componentes que nos sirvan para crecer. La expulsión de esos componentes orgánicos tiene su correlato a nivel mental y un nombre: proyección. En efecto, si introyección era la introducción en uno de lo que percibo del exterior y de mí mismo, proyección es el proceso mental mediante el que deposito, coloco, fuera, en el otro, lo que no puedo considerar que es mío. Y no lo puedo considerar porque quedármelo supone mucho dolor (psíquico). Voy a poner un ejemplo. Si estamos ante un bebé y lo miramos y nos mira puede suceder que entre las sonrisas que nos regalamos uno al otro aparezca en él un temor, una sombra de algo que hace que esas sonrisas se tornen en llanto. ¿Qué pasó? Que algo le asustó. ¿Qué le asustó? Algo que percibió en mí ante lo que llora y atribuye a eso que vio en mi cara o en mi expresión la idea de susto o terror. No piensa (si es que pudiéramos poner esa palabra): algo me ha asustado sino ese me ha asustado. La vivencia de susto me la pone en mí. Si la madre le da de mamar y el bebé está entusiasmado con ello la idea que se introduce es que “mamá es la que me da algo que me gusta”; pero si en ese acto algo le asusta o sencillamente se atraganta la idea anterior se convierte en “mamá es la que me atraganta” ya que su aparato mental no está en condiciones de decir, “vaya, me atraganté”.
Estos dos mecanismos, proyección e introyección se dan al unísono no pudiendo determinar (tampoco sé por qué deberíamos poner uno antes que el otro pero eso ha generado serios problemas entre aquellos psicoanalistas que consideran que uno prima sobre el otro) cuál de los dos es el primero. Es como lo del huevo y la gallina que, a la postre, acaba siendo un debate estéril. En cualquier caso lo que sí sabemos es que hay estos dos mecanismos que tienen una doble función: por un lado, en tanto que me hago a partir de las experiencias relacionales con el otro calmo un determinado nivel de ansiedad que nace de “verme vacío”; o en la medida que deposito en el otro lo que no me gusta en mí calma la ansiedad de “verme con cosas que no me agradan”. Es decir, hay un aspecto de estos mecanismos que sirven para calmar la ansiedad y por esta razón se denominan mecanismos de defensa. Lo son porque sirven para “defenderme” de la ansiedad.
En torno a esa idea de “defensa” quisiera aclarar que hay a quien no le gusta la idea de “defensa” lo que le lleva a considerar que no deberíamos defendernos de nada, lo cual no deja de ser una idea estúpida: todo organismos precisa “defenderse” ya que si no fuera así estaríamos más que muertos a la media hora de nacer. En cualquier caso esa idea de defenderse (tomada posiblemente de forma más biológica) en realidad es una defensa de protección. Y de la misma forma que cuando llueve abro el paraguas para defenderme y protegerme del agua que cae, cuando estoy con alguien preciso apropiarme de cosas del otro para hacerme un poco semejante a él. ¿A quién cuando va a un país extranjero no le gusta ponerse una prenda de las que suelen llevar ahí o decir unas palabras en su idioma? Es una forma de “hacerme un poco” como el otro, de asemejarme a él.
El otro aspecto del mecanismo es el comunicador. Cuando me hago un poco como el otro le estoy informando de que esas cosas de él me gustan, que me gusta asemejarme a alguien, que las diferencias que encuentro entre él y yo se amortiguan, se anivelan. Es decir, estoy informando de algo de lo que me pasa. De la misma forma que si veo desde la ventana que las personas van con el paraguas deduciré que llueve. Es decir, junto al componente protector, defensivo de nuestras conductas está el informativo. ¿Dónde está el problema? Si fuese siempre con el paraguas abierto llueva o haga un sol espléndido seguro que los demás pensarían de mí que algo me pasa. Es decir, el problema de estos y otros mecanismos de defensa y comunicación es en su uso exagerado, su utilización más allá de las lógicas demandas y necesidades de la situación. Pero dejaremos para más adelante este aspecto.
Evidentemente hay más mecanismos que constituyen nuestros procesos mentales. Quizás los que son muy relevantes en estos momentos del desarrollo más allá de los dos mencionados son el de la escisión y el de la identificación proyectiva.
Por el primero lo que hacemos es apartar de nuestra consciencia parte de la experiencia relacional y perceptiva. La que apartamos hasta el extremo de no tener ni consciencia de su existencia suelen ser aquellos componentes de la experiencia relacional (y por lo tanto, perceptiva) que suponen un serio dolor para nosotros. Eso es lo que hace un bebé, un niño pequeño pero en muchas ocasiones lo hacemos los adultos. Y no sólo individualmente sino de forma colectiva. ¿Cuántas veces los ciudadanos o los miembros de una familia hacemos oídos sordos o nos hacemos los ciegos ante realidades que preferimos no ver? Dice el refrán, “ojos que no ven corazón que no siente”, versión popular de eso que podemos llamar escisión.
El otro mecanismo, el de la identificación proyectiva es algo más complejo de explicar. En realidad hay quien diferencia la identificación proyectiva de la identificación introyectiva. Como posiblemente sea más fácil explicarla con un ejemplo, ahí va uno. Imaginemos una persona que va por la calle y sin querer topa con otra. Entonces la segunda le espeta a la primera “¡cabrón!, ¿es que no miras? Ante eso la primera puede pedir disculpas o saltar y con “¿cabrón yo?, ¡el ciego eres tú, que eres un tonto laba!” y a partir de ahí la tenemos liada. ¿Qué le ha pasado a esa persona? Que cuando el otro, desde el enfado o lo que sea le llama cabrón entiende que se ha convertido en un cabrón, que le han convertido en un cabrón. Y como esa idea es intolerable, salta enviando la palabrita de marras al adversario. Dicho en términos psicológicos, esa persona se ha identificado introyectivamente (la idea de cabrón, yo soy un cabrón ha quedado en su interior) con lo que el otro le ha atribuido y como eso le resulta intolerable, lo expulsa proyectándolo fuera de sí.
Ejemplo de Identificación proyectiva. Imaginemos que soy el dependiente de una tienda y en ella entra un chaval con pintas de perro flauta. Al verlo, me pongo nervioso y en cuanto veo que viene a preguntarme algo me pongo a la defensiva y no le hago caso porque “yo no hago caso a los perroflauteros”. Aquí, el nerviosismo que se ha activado en mí alude a que algo que he visto en él me ha puesto a la defensiva sin que objetivamente haya nada que me obligue a ello. Eso que he atribuido a ese chaval es algo mío que he puesto en él, es decir, algo que he proyectado en él que vivo amenazadoramente y que me pone nervioso. Ese ponerme nervioso indica que me identifico con algo que he puesto en el chaval. El chaval, aquí, solo es una pantalla en la que coloco mis fantasías, y cuando estas son muy intensas tienen el poder de paralizar mi propia capacidad de pensar.
Cuando se dan estas situaciones las relaciones interpersonales se complican seriamente porque al no haber una distancia emocional entre una y otra persona las capacidades para poder pensar, eso es, para poder digerir y entender lo que está sucediendo disminuye o incluso desaparece. Y eso lleva a un conflicto serio. Por lo general la mayoría de las situaciones conflictivas entre las personas guardan relación con estos dos últimos mecanismos.