Resumen. En este escrito comienzo por salirme de la posición más clásica u ortodoxa en la que me posicionaba antaño para colocarme en un lugar más relacional. Ello me permite visualizar las relaciones paterno-filiales desde una constante reciprocidad o mutualidad. De ahí comienzo a esbozar el desarrollo del yo incorporando algunos de los mecanismos básicos de comunicación humana: la introyección y la proyección.

Palabras clave:comunicación, introyección, proyección, interdependencia, vínculo, identificación proyectiva.

Introducción

 

Fueron cuatro horas intensas aunque aparentemente estuviésemos pasando el rato. Durante todo ese rato estuvimos dándole vueltas a varios aspectos que podríamos resumir en ¿dónde hemos dejado a los hombres? Al ser un grupo femenino sin ningún representante del otro género (sólo ando yo y soy el conductor) la situación es anómala y nos deja un tanto en falso. En falso porque hablar de la relación materno filial sin la presencia del padre hace que ésta sólo disponga de una faceta de la realidad y no de la totalidad de ella. El padre, aunque no esté presente físicamente siempre lo está de forma psicológica; a menos que la madre lo excluya lo que en otro orden de cosas no deja de ser un problema añadido. Eso pasa.

El desarrollo del Yo

 

En el desarrollo del ser humano el eje fundamental en torno al que se van desarrollando todas sus habilidades es lo que denominamos Yo. Y se le denomina así, a pesar de que todo lo que hacemos lo hacemos nosotros, claro; pero se buscó una fórmula para diferenciar lo que sería “propio” del individuo de aquellas otras cosas que provendrían de su naturaleza biológica (como si la biología pudiera separarse) y las que provienen de su carácter social y por ende, sometido a las presiones de la sociedad en la que está.

 

Pues bien, ese Yo, ese componente de la estructura psíquica va desplegando todo su potencial a partir de las relaciones que establece el bebé con el entorno y en especial con la madre. Esta relación fundamental lleva implícita el establecimiento de unos vínculos de interdependencia que determinan cómo cada uno de ellos dos se articula con el otro. De esta forma el Yo del bebé se desarrolla a partir de todas las experiencias que tiene en su relación con lo que le rodea y consigo mismo. Eso que le rodea no solo son cosas sin más, sino que son componentes cargados de significados. Unos provienen de los que el entorno coloca dadas sus características culturales, otros son los que nacen de la propia experiencia relacional entre el bebé y esas cosas. Eso hace posible que aún en el caso de una madre a la que le haya abandonado su marido o se le haya muerto, la relación del bebé con ella lo es con esa madre a la que se le ha muerto su marido o la ha dejado abandonada. El padre, pues, siempre está presente.

 

Como podéis intuir, me he separado de la teoría según la que la conducta humana se basa en la satisfacción de las necesidades y posicionándome en que dicha conducta tiene como punto de articulación el complejo dilema separación vs unificación con el otro, de forma que quizás podamos entender un poco algunas cosas desde otro ángulo. Lo que no significa que la primera teoría no sea enteramente cierta sino que prima más, en mi opinión, el establecimiento de la relación con los demás.

 

Porque es evidente que todos tenemos necesidades así como que todos tenemos deseos. En cierto modo cuando sostenemos nuestras interpretaciones psicológicas partiendo de este punto de vista, lo que automáticamente estamos poniendo sobre la mesa es todo el abanico de elementos vinculado a la insatisfacción y la culpa. Esto, que tiene mucho que ver con las estructuras sociales y nuestro bagaje cultural desde hace siglos, tiene unas consecuencias que, a mi modo de ver, no son justas: nadie, nadie puede acusar a unos padres de haber hecho las cosas mal. Podremos pensar por qué se han hecho así y no asá; pero de ahí a culpabilizar va un océano, y nadie puede ocupar ese papel culpabilizador. Otra cosa es que uno vaya pudiendo asumir las responsabilidades de sus actos (pero esto es harina de otro costal)

 

Dicho de otra forma, si partimos solo de la hipótesis surgida de la propia experiencia vital de que el bebé es un ser que tiene unas necesidades que cubrir y cuya satisfacción le proporcionan placer (lo cual es enteramente cierto) nos encontramos con que si no le ayudo o le facilito la satisfacción de estas necesidades, le frustro. Y si no quiero frustrarle (porque ello conlleva una serie de vivencias no siempre agradables), entonces estaré pendiente permanentemente de evitar ese sufrimiento. Y la culpa por no haber sido un progenitor suficientemente bueno puede estar presente en mis relaciones con él, con lo que le traslado también la vivencia de culpa. Y con la culpa poco podemos construir, individual como colectivamente.

 

Estas interpretaciones del funcionamiento humano, sin dejar de ser enteramente ciertas, no dejan de apuntar al del individuo entendido como ese ser indivisible que tengo ante mí. Me llevan a considerar que todo lo que le pasa es producto de lo que le sucede a él, lo que se cuece en el interior de su persona, en una especie de cavidad interna en la que se encuentra su psique (que es algo más que el conjunto de circuitos neuronales y de las propias neuronas); sin embargo cada vez es más evidente que el individuo no es más que una abstracción de una realidad bastante más compleja que es la propia humanidad y que por lo tanto, ese ser forma parte indisoluble de la sociedad en la que está. Esa indisolubilidad no le priva de su capacidad de autonomía (que no independencia).

Si consideramos esta segunda posición que os propongo, la visión más relacional, para comprender o para pensar sobre lo que sucede tendremos que hacer un alto para ver cómo entendemos al hombre.

La naturaleza social del hombre

 

El hombre es un ser que como todo ser nace vinculado a otro. Ya la primera célula humana, una vez el óvulo ha quedado fecundado por el espermatozoide, busca desesperadamente su implantación y al tiempo comienza a multiplicarse dando lugar a un nuevo ser humano. Es gracias a esa implantación que puede seguir creciendo. Y al implantarse en el seno materno continúa algo que ya se inició hace alrededor de 500000 años: el progresivo desarrollo del ser humano que, a través de sus individuos, va alcanzando cotas cada vez más complejas y elaboradas de funcionamiento. Esa querencia, ese buscar al otro para poder desarrollarse es algo que parece vinculado a la propia naturaleza, y en lo que nos atañe a la naturaleza humana. Esto conlleva considerar al individuo no tanto como un ser aislado (la palabra individuo significa indivisible) sino como parte inseparable de un conjunto mayor, de un cuerpo mayor que es la propia sociedad. El hombre tomado desde su individualidad seria la parte más simple, más elemental del ser social que es capaz de reproducirse, alimentarse, desarrollarse y morir. Ese punto tan diminuto que es el individuo es en realidad un fragmento (la unidad más elemental) de una entidad mayor que es la propia humanidad.

 

Esa unidad tan elemental, desde los primeros momentos de su existencia busca y adquiere una entidad mayor que es la que supone estar unido a su madre. Y la madre a él. O sea, reciprocidad. Esta es la primera célula socialmente establecida, una célula que vive en su propia unidad, en su propio mundo del que obtiene (obtienen) toda gama de satisfacciones. En esa primigenia célula social existe una particular atmósfera relacional en la que uno y otro miembro se proporcionan satisfacciones propias y particulares de las que está excluido, en su realidad física, el hombre. A esa particular relación, a esa célula social de naturaleza esencialmente psicológica la denominamos célula narcisista. Y explica la intensidad y el valor de esa relación. Esa unidad se mira a sí misma, se satisface a sí misma y es, durante los primeros momentos del desarrollo extrauterino, una relación fundamental y básica que asegura una progresiva adaptación a la realidad extrauterina en la que ya los dos viven tras el parto.

 

Y de la misma forma que podemos entender la intensidad y valor de esa relación también podremos comprender los problemas que aparecen cuando esa unidad narcisísticamente establecida no puede ser cuidada o no recibe los cuidados que precisa. Esos cuidados deben ser proporcionados por las personas que están fuera de esa unidad y que fundamentalmente son el padre de la criatura y el contexto familiar de los padres (especialmente la madre). Aquí la función paterna consiste de manera principal en asegurar que esa célula narcisista pueda establecerse en la seguridad de los cuidados que precisan el bebé y su madre. Ello conlleva que el padre debe entender que esa es su función. Si la olvida, si no encuentra el reconocimiento para poderla desarrollar, si es excluido de esa función el sufrimiento recae en la célula narcisista y, lógicamente, en el padre también.

 

La célula narcisista supone una unidad que desde el mismo momento de su establecimiento se ve sometida a una doble tensión: la que lucha por mantener la propia unión y la que le pide su propio desarrollo, que es la de desgajarse para individualizarse. Es decir, vínculo y autonomía son dos facetas que entran en tensión desde el mismo momento de la existencia. Y si unos vínculos excesivos pueden acabar matando (hay amores que matan) el exceso de autonomía (la cacareada independencia), también. La lucha entre lo que metafóricamente Hopper señala entre ser ameba o ser crustáceo determinan toda nuestra vida.

Los procesos mentales

 

La única forma que tiene esa célula para poder evolucionar es tomar del exterior aquello que le alimenta y que durante los nueve meses de embarazo vienen de la madre. Este hecho natural por el que tomamos de lo que está fuera de nosotros para hacernos a nosotros mismos tiene su correlato a nivel psíquico: introducimos aquellos componentes del otro que, a través de la relación que establecemos con él, nos van a ayudar a constituirnos como individuos. Esta introducción tiene un nombre: introyección. Fijaros que no decimos inyección (que supondría que voluntariamente introducimos algo en el otro) sino introyección (que alude a un mecanismo mental mediante el que nosotros introducimos (guiamos a nuestro interior, intro) aquellos aspectos que nos parecen significativos. Dicho en otras palabras, el Yo comienza a desarrollarse gracias a la infinidad de introyecciones que realiza que se sustentan y sostienen en la actividad de su aparato sensitivo y memorístico. Este proceso dura toda la vida si bien posteriormente y como consecuencia de que el yo está más evolucionado es llamado de otra forma.

 

La infinidad de datos que provienen de fuera de uno es lo suficientemente significativa como para que ese Yo incipiente vaya apoderándose de información que va a tener que ir elaborando e integrando en estructuras más y más complejas. Podríamos decir que desde el propio embrión se van dando miles de millones de aprendizajes que constituyen algo así como ladrillos básicos de información significativa a medida que van pudiéndose integrar en estructuras cada vez más y más complejas que constituyen la base de las respuestas de este organismo al entorno en el que vive. Incluso más, la propia estructura genética que predetermina las características de ese ser también se modifican a partir de las condiciones y de los estímulos que recibe ese ser de la madre y, posteriormente, de los sucesivos entornos y personas en los que se va a desarrollar. Estamos pues en un entorno dinámico que genera y constituye un ser dinámico también.

 

Ahora bien, esa ecuación de introyecciones que son, por definición, unidireccionales (uno introyecta del otro) en realidad definen una situación más compleja ya que el organismo reacciona de una u otra forma a lo que va introyectando y esa reacción no deja de ser un mensaje emitido y que capta la madre. De esta forma la denominada interdependencia vinculante comienza a estar servida: Yo dependo de ti, lo que te obliga a cuidar de mí y ello conlleva una relación bidireccional en la que uno y otro con interdependientes. La madre sólo es madre en tanto que hay hijo. El hijo sólo puede ser tal en tanto que hay una madre que le posibilita el crecimiento y la maduración. Uno hace al otro, y viceversa.

 

Este conjunto de elementos que vamos introyectando no pueden denominarse pensamientos, ni conceptos ya que hasta que el aparato psíquico no adquiere una mayor madurez no podemos pensar en ello; pero porque fundamentalmente no hay lenguaje por mucho que estemos inmersos en él. Son sensaciones que en el terreno psíquico podremos denominar pre-pensamientos: en realidad son vivencias, sensaciones, señales que provienen del exterior y hasta de uno mismo que al no poder ser procesadas quedan como material dispuesto a ser utilizado en su momento. Y a lo largo del proceso madurativo que se da siempre en el contexto cultural y por lo tanto en el de la existencia del lenguaje (diferente del contexto del idioma o lengua) el bebé va comenzando a vincular esos pre-pensamientos, esas vivencias, emociones, sensaciones y demás con palabras que aluden a elementos del pensamiento. Y así, poco a poco y con el desarrollo de los años, vamos aprendiendo a pensar. ¿Cómo aprendemos a hacerlo? A partir de las formas de pensar que percibimos en nuestro alrededor, fundamentalmente las formas maternas de pensar.

 

Si por un lado el organismo precisa alimentarse de lo que el exterior le proporciona también precisa depositar sus propios deshechos. Todo ser vivo, todo ser humano deposita sus excrementos. ¿Qué son esos excrementos? Aquellos derivados de lo que nos ha alimentado que no son útiles, no son considerados por el organismo como componentes que nos sirvan para crecer. La expulsión de esos componentes orgánicos tiene su correlato a nivel mental y un nombre: proyección. En efecto, si introyección era la introducción en uno de lo que percibo del exterior y de mí mismo, proyección es el proceso mental mediante el que deposito, coloco, fuera, en el otro, lo que no puedo considerar que es mío. Y no lo puedo considerar porque quedármelo supone mucho dolor (psíquico). Voy a poner un ejemplo. Si estamos ante un bebé y lo miramos y nos mira puede suceder que entre las sonrisas que nos regalamos uno al otro aparezca en él un temor, una sombra de algo que hace que esas sonrisas se tornen en llanto. ¿Qué pasó? Que algo le asustó. ¿Qué le asustó? Algo que percibió en mí ante lo que llora y atribuye a eso que vio en mi cara o en mi expresión la idea de susto o terror. No piensa (si es que pudiéramos poner esa palabra): algo me ha asustado sino ese me ha asustado. La vivencia de susto me la pone en mí. Si la madre le da de mamar y el bebé está entusiasmado con ello la idea que se introduce es que “mamá es la que me da algo que me gusta”; pero si en ese acto algo le asusta o sencillamente se atraganta la idea anterior se convierte en “mamá es la que me atraganta” ya que su aparato mental no está en condiciones de decir, “vaya, me atraganté”.

 

Estos dos mecanismos, proyección e introyección se dan al unísono no pudiendo determinar (tampoco sé por qué deberíamos poner uno antes que el otro pero eso ha generado serios problemas entre aquellos psicoanalistas que consideran que uno prima sobre el otro) cuál de los dos es el primero. Es como lo del huevo y la gallina que, a la postre, acaba siendo un debate estéril. En cualquier caso lo que sí sabemos es que hay estos dos mecanismos que tienen una doble función: por un lado, en tanto que me hago a partir de las experiencias relacionales con el otro calmo un determinado nivel de ansiedad que nace de “verme vacío”; o en la medida que deposito en el otro lo que no me gusta en mí calma la ansiedad de “verme con cosas que no me agradan”. Es decir, hay un aspecto de estos mecanismos que sirven para calmar la ansiedad y por esta razón se denominan mecanismos de defensa. Lo son porque sirven para “defenderme” de la ansiedad.

 

En torno a esa idea de “defensa” quisiera aclarar que hay a quien no le gusta la idea de “defensa” lo que le lleva a considerar que no deberíamos defendernos de nada, lo cual no deja de ser una idea estúpida: todo organismos precisa “defenderse” ya que si no fuera así estaríamos más que muertos a la media hora de nacer. En cualquier caso esa idea de defenderse (tomada posiblemente de forma más biológica) en realidad es una defensa de protección. Y de la misma forma que cuando llueve abro el paraguas para defenderme y protegerme del agua que cae, cuando estoy con alguien preciso apropiarme de cosas del otro para hacerme un poco semejante a él. ¿A quién cuando va a un país extranjero no le gusta ponerse una prenda de las que suelen llevar ahí o decir unas palabras en su idioma? Es una forma de “hacerme un poco” como el otro, de asemejarme a él.

 

El otro aspecto del mecanismo es el comunicador. Cuando me hago un poco como el otro le estoy informando de que esas cosas de él me gustan, que me gusta asemejarme a alguien, que las diferencias que encuentro entre él y yo se amortiguan, se anivelan. Es decir, estoy informando de algo de lo que me pasa. De la misma forma que si veo desde la ventana que las personas van con el paraguas deduciré que llueve. Es decir, junto al componente protector, defensivo de nuestras conductas está el informativo. ¿Dónde está el problema? Si fuese siempre con el paraguas abierto llueva o haga un sol espléndido seguro que los demás pensarían de mí que algo me pasa. Es decir, el problema de estos y otros mecanismos de defensa y comunicación es en su uso exagerado, su utilización más allá de las lógicas demandas y necesidades de la situación. Pero dejaremos para más adelante este aspecto.

 

Evidentemente hay más mecanismos que constituyen nuestros procesos mentales. Quizás los que son muy relevantes en estos momentos del desarrollo más allá de los dos mencionados son el de la escisión y el de la identificación proyectiva.

 

Por el primero lo que hacemos es apartar de nuestra consciencia parte de la experiencia relacional y perceptiva. La que apartamos hasta el extremo de no tener ni consciencia de su existencia suelen ser aquellos componentes de la experiencia relacional (y por lo tanto, perceptiva) que suponen un serio dolor para nosotros. Eso es lo que hace un bebé, un niño pequeño pero en muchas ocasiones lo hacemos los adultos. Y no sólo individualmente sino de forma colectiva. ¿Cuántas veces los ciudadanos o los miembros de una familia hacemos oídos sordos o nos hacemos los ciegos ante realidades que preferimos no ver? Dice el refrán, “ojos que no ven corazón que no siente”, versión popular de eso que podemos llamar escisión.

 

El otro mecanismo, el de la identificación proyectiva es algo más complejo de explicar. En realidad hay quien diferencia la identificación proyectiva de la identificación introyectiva. Como posiblemente sea más fácil explicarla con un ejemplo, ahí va uno. Imaginemos una persona que va por la calle y sin querer topa con otra. Entonces la segunda le espeta a la primera “¡cabrón!, ¿es que no miras? Ante eso la primera puede pedir disculpas o saltar y con “¿cabrón yo?, ¡el ciego eres tú, que eres un tonto laba!” y a partir de ahí la tenemos liada. ¿Qué le ha pasado a esa persona? Que cuando el otro, desde el enfado o lo que sea le llama cabrón entiende que se ha convertido en un cabrón, que le han convertido en un cabrón. Y como esa idea es intolerable, salta enviando la palabrita de marras al adversario. Dicho en términos psicológicos, esa persona se ha identificado introyectivamente (la idea de cabrón, yo soy un cabrón ha quedado en su interior) con lo que el otro le ha atribuido y como eso le resulta intolerable, lo expulsa proyectándolo fuera de sí.

 

Ejemplo de Identificación proyectiva. Imaginemos que soy el dependiente de una tienda y en ella entra un chaval con pintas de perro flauta. Al verlo, me pongo nervioso y en cuanto veo que viene a preguntarme algo me pongo a la defensiva y no le hago caso porque “yo no hago caso a los perroflauteros”. Aquí, el nerviosismo que se ha activado en mí alude a que algo que he visto en él me ha puesto a la defensiva sin que objetivamente haya nada que me obligue a ello. Eso que he atribuido a ese chaval es algo mío que he puesto en él, es decir, algo que he proyectado en él que vivo amenazadoramente y que me pone nervioso. Ese ponerme nervioso indica que me identifico con algo que he puesto en el chaval. El chaval, aquí, solo es una pantalla en la que coloco mis fantasías, y cuando estas son muy intensas tienen el poder de paralizar mi propia capacidad de pensar.

 

Cuando se dan estas situaciones las relaciones interpersonales se complican seriamente porque al no haber una distancia emocional entre una y otra persona las capacidades para poder pensar, eso es, para poder digerir y entender lo que está sucediendo disminuye o incluso desaparece. Y eso lleva a un conflicto serio. Por lo general la mayoría de las situaciones conflictivas entre las personas guardan relación con estos dos últimos mecanismos.

Volviendo al inicio

 

Señalaba que en el transcurso de la sesión se había hablado de la ausencia de hombres y en este deambular de la conversación tocábamos varios puertos entre los que el puerto de “déjame a mí que tú lo haces mal” era uno de los que estaban presentes. En realidad fue un puerto muy visitado porque en el espacio de casos aparecieron dos en los que “lo haces mal” estaba presente. ¿Qué indica eso? Creo que la idea de juicio o de examen es evidente. Recuerdo el “hoy no lo he vestido yo” que era una de las frases que aparecieron en la conversación y que me hace pensar sobre esa idea de ser vigilado, examinado, criticado por el otro. Esta idea creo que tiene un componente persecutorio ya que el “otro” queda constituido como “ese guardián o profesor que aprueba o desaprueba lo que hago”.

 

En los mecanismos de defensa y comunicación aporté la idea de proyección como una de los sistemas mediante los que coloco en el otro aquello que no puedo decirme a mí mismo, o que no puedo aceptar como míos. Evidentemente todos tenemos momentos en los que nos planteamos dudas respecto a nuestras propias actuaciones. Y más cuando se trata del cuidado de los hijos ya que no tenemos suficiente experiencia previa como para saber si lo estamos haciendo bien o no. Partamos de la idea de que lo hago como me sale. Le limpio como puedo, le visto como sé, le cambio en la medida que soy capaz de superar las desagradables sensaciones que me provoca el contacto con sus heces. Pero esto lo hago con un punto de inseguridad que tiene diversos orígenes. ¿Qué pasa si eso que he hecho como he podido es comentado como algo que está mal? Esa idea ya la tengo en la cabeza y en la medida que puedo la aparto de mí. Pero si la oigo dicha por alguien que tiene una cierta solvencia ante mí, ¿cómo me siento? Perseguido. Perseguido porque esa persona puede acabar representando ese elemento censurador, juzgador, examinador que devalúa todo lo que hago. Con lo que de entrada mi seguridad en mí mismo, disminuye. O se derrumba.

 

Estos espacios para los que os estáis formando (o os estamos formando) son altamente sensibles a eso que acabo de comentar. Por esta razón, tal y como sucede en nuestro propio espacio lectivo, lo más importante es afianzar lo que se hace, apoyar el desarrollo de esos padres que tratan de hacer algo para el bien de su hijo. De esta forma nos aseguraremos que la protección básica de la célula narcisista posibilite un desarrollo armonioso tanto del bebé como de sus padres.

 

Dr. Sunyer 18 de abril de 2012