Enfado o decepción

Entiendo bien vuestro estado de ánimo. Creo, sé, que os ha molestado y que habéis tenido una gran decepción. Y si os decepciono —pues que este elemento se incluye en nuestra relación—, ¿hasta qué punto recobraré la fiabilidad o vuestra confianza? Porque además, si nos ha engañado esta vez, ¿nos estará engañando siempre? ¿Hasta qué punto puedo tener confianza en un profesor que me dice que vendrá un paciente y luego va y resulta que no es verdad? Y aunque intenté no abundar mucho en su venida para no generar más expectativas de las que lógicamente se generaban (fue al final de la clase en las que discutimos cómo tendría que ser una entrevista en el caso hipotético de que viniese un paciente real cuando os dije que vendría un paciente,), está claro que os decepcioné. Seguramente más de uno había puesto grandes expectativas (¡mañana vendrá un paciente de verdad!, ¡qué nervios!) y ver que la realidad era otra; pues vaya, que lo siento.

Entiendo que os molestase comprobar que J. T., no era realmente un paciente, aunque se le acercaba mucho. Pido disculpas; como podéis pensar no está en mi ánimo provoca por provocar, ni generar más jaleo del que ya habitualmente provoco. Hay dificultades reales para hacer realidad este aspecto, no sólo por los aspectos de tipo ético que, lógicamente, se ponen en duda, sino porque si, por ejemplo, se hubiese tratado de un paciente histriónico, como vosotros mismos apuntasteis, el beneficio secundario de su histrionismo hubiese ido en contra de su propio tratamiento; o lo hubiese dificultado más. Pero entiendo el malestar que, como os comenté, tiene una cierta relación con el que experimentamos cuando nos llega un paciente sobre el que hemos puesto unas determinadas expectativas. Decía muy bien una compañera vuestra:

—Es como si ante la frustración que uno tiene levantara barreras que le impedirían ver realmente a J. T.

Y lo pude percibir con claridad al principio de la entrevista: os costaba hacerle algunas preguntas, no parecía que estuvieseis por la labor. Incluso el propio J. T., tuvo que ingeniárselas para no hacéroslo más difícil de lo que os estaba resultando. Y vuestra compañera Judit, a quien agradezco el esfuerzo y el atrevimiento, también se lo pasaba mal porque se encontraba, creo, que en el peor papel que podía haber: ¡entre J. T., vosotros y el profe! Efectivamente, percibí vuestra dificultad y percibí vuestra frustración (de hecho, antes de entrar me la supuse, pero nada podía hacer, claro) y enfado. Y el enfado siempre tiene capacidad paralizante.

En efecto, las expectativas que ponemos en las personas o situaciones con las que nos vamos a encontrar impiden o dificultan ver realmente a quien tenemos delante. Y esto es una verdad de Perogrullo, una verdad casi universal. Algo —el enfado— se coloca entre el paciente (puede ser un grupo familiar, una institución) y nosotros que nos impide ver realmente lo que tenemos delante. Esto sucede siempre, con todo el mundo; pero en nuestro caso puede ser un problema: no estamos ante un compañero con el que vamos a departir un rato, sino ante una situación profesional en la que las distorsiones que emergen de la relación pueden hacer que no veamos a veces lo obvio.

Incluso esto mismo sucede, con otros ingredientes, en nuestra vida privada, lamentablemente, claro. Y en estas situaciones en vez de ver a un miembro de nuestra familia tal y como se le ve normalmente, vemos una distorsión del mismo y dejamos de tratarlo con normalidad. Otra situación similar se da, por ejemplo, en el enamoramiento: uno no ve al otro tal cual es sino que le ve desde las expectativas, deseos, esperanzas que le coloca. Ello va bien en tanto que nos permite conectar con el otro a niveles que sería imposible conectar desde otra perspectiva; lo malo es cuando este espejismo se rompe. Lo malo y lo bueno, porque a partir de aquel momento uno puede comenzar a pensar en si quiere o no a la persona de la que está o estuvo enamorado.

El enfado. Es complejo abordarlo porque muchas veces atribuimos al enfado una categoría más como de violencia, o de agresión. No necesariamente; y en cualquier caso no es más que cuestión de grados de enfado. El enfado, que por lo general sigue a la frustración que nos generan las situaciones de la vida, tiene poder paralizante. Vuestro enfado (tenéis varias razones para estarlo: desde lo de J. T., al tema de las valoraciones de los trabajos, o a la lógica frustración derivada de haber pensado que la dinámica sería una, y es la que es…; o el ver que muchas veces hacemos ejercicios de los que no se saca todo el partido que podríamos sacarle, o observar las dificultades reales que tenemos para poder compartir cosas…), como el de todo el mundo, tiene el poder de detener la capacidad de pensar, de reflexionar. Y por lo general, cuando nuestra capacidad de pensar se deteriora o detiene, entramos en confusión. Y las personas y los grupos que constituimos, entramos frecuentemente en fases o momentos de confusión. Y muchas veces no sabemos qué hacer con el enfado. ¿lo expresamos tal cual? ¿pasamos del tema? ¿lo negamos? ¿buscamos un culpable? ¿nos atomizamos en grupos pequeños para salir del estado de confusión grupal que percibimos? Como podéis ver estas y otras salidas son las que todos los seres humanos buscamos para solventar el problema de nuestra frustración y enfado concomitante. Y estas salidas las encontramos también a nivel de grupo/ institución. ¿Cuáles creéis que son las formas mediante las que las organizaciones organizan y liberan sus enfados internos y externos?

Decíamos que quizás el grupo no estuvo a la altura de las circunstancias. Permitidme que discrepe. Bueno, lo voy a hacer más complicado. Primero no discreparé. Y para no discrepar… ¿desde qué posición debería hablar para no discrepar? Creo que para decir esto debo ubicarme en una posición de exigencia importante. Si mi exigencia fuera la vuestra para con vosotros mismos, diría lo que decís: el grupo no estuvo a la altura: las exigencias siempre derivan de un territorio muy particular. El del ideal de uno mismo. En terminología psicoanalítica, del ideal del yo.

Sabéis que el ideal del yo es un modelo personal que construye el Yo avalado por los derivados del entorno familiar, social y, en definitiva superyoicos, que muestra al Yo el punto al que debe aspirar. Y, aunque es bueno tener ideales, claro, fijaros cómo muchas veces estos ideales adquieren tal desfase con la realidad que se pueden convertir en una especie de «dictadura de uno mismo». Ese ideal, que ya ha ido apareciendo en nuestros textos teóricos (por ejemplo, cuando hablábamos de las expectativas y temores), puede hacer que uno no valore realmente lo que hizo. Es más, hace que uno se sienta muy mal, piense que no sirve como Orientador o Psicólogo, y en ocasiones, le anime a dejar lo que ha estudiado. En un momento de mi vida profesional, quien fue mi Patrón de referencia me dijo un día, «Miquel, lo perfecto es enemigo de lo bueno». Seguramente andaría con mis exigencias y perfeccionamientos. ¿Veis lo del ideal?

Pero discrepo de vosotros. Totalmente. Hicisteis mucho. De entrada mantuvisteis el tiempo de la entrevista, soportando el peso que J. T., os iba colocando. Esto se evidenciaba, por ejemplo, en estas sensaciones de pesadez, agobio, aburrimiento, hartazgo que algunos de vosotros ha comentado. Y posiblemente muchas otras sensaciones que han aparecido en la lluvia de ideas que hicisteis hoy. Sería bueno que reflexionaseis sobre ellas. Creo que os enriquecería. Pero hicisteis más. Soportasteis la confusión que os generó el impacto de J. T. El impacto, os lo decía hoy, tiene la capacidad de paralizar la capacidad de pensar. Paraliza nuestro aparato psíquico (por el enfado que provoca). Las ideas no nos vienen, no sabemos qué decir, qué pensar o qué proponer. Una paralización de este tipo, fijaros, puede haceros creer que no valéis para nada (el enfado en contra de uno mismo). Seguro que alguno de vosotros ha dicho: dejo la carrera, no voy a ser capaz de trabajar con este tipo de pacientes. Pero no. No es esto. Lo que sucede es que J. T., el impacto emocional que ocasiona, paraliza la capacidad de pensar del otro. Y cuando los humanos perdemos nuestra capacidad de pensar, actuamos. Pasamos a intervenciones, incluso, militares, o quirúrgicas. A ver, qué es más fácil (y perdón por el ejemplo,) realizar una intervención de cirugía estética (el paciente lo ha pedido) o tratar de ver qué tipo de dismorfofobia presenta una persona. A mi me parece que es más fácil la intervención. Y, además, tengo razones económicas, de solicitud del paciente, de lo que llamamos «libertad personal» suficientes como para aceptar la intervención. Aunque debajo se oculten elementos dismorfofóbicos importantes.

Cuando nuestra capacidad de pensar se paraliza entramos en confusión. (confusión, buscad la etimología). Los límites de las cosas se desvanecen. Uno no sabe donde empieza y en donde acaba. Uno no sabe si piensa lo que piensa o lo que el otro me hace pensar… Y la mayoría de las personas que acuden en busca de Orientación padecen niveles de confusión importantes. Por esto lo de Orientar. Ubicar, tratar de ayudarle a entender su situación respecto al contexto en el que se encuentra. Y de que vaya conociendo parte de las razones de su enfado. Nosotros, en la asignatura también pasamos por momentos de confusión, y de enfado. Tolerar estos niveles de confusión y enfado, tratar de ir poniendo palabras que nos ayuden a pensar, esto nos es útil. La confusión aparece siempre a partir del enfado, del enfado y de la frustración. Cuando éstos son elevados, los afectos concomitantes nos confunden. Lo que J. T., os produjo, el enfado o enfados que os produjo, son los generadores de buena parte de vuestra confusión. También colaboré en ello.

De nuestra capacidad para seguir elaborando las ideas y sentimientos que nos aparecen, de esta capacidad depende la comprensión de lo que le pasa y de lo que nos pasa.

Un afectuoso saludo.

 

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