«No creo en muchos psicólogos»

 

Dr. J.M. Sunyer

 

Volvimos a estar hasta la bandera. Y, de nuevo, una cierta desorganización. Comprensible, ¿no? Aquí ya una primera lección.

 

Nunca iniciar un tratamiento hasta que los aspectos del marco terapéutico estén claramente establecidos y, lo más importante, comprendidos. Es preferible posponer el inicio de un tratamiento como tal y dedicar tiempo a aclarar cualquier cosa, que iniciar con carreras las intervenciones psicológicas. Sean cuales sean.

 

Varios de Uds., rompieron el silencio y comenzaron a acompañarme desgranando ideas. Hicimos un breve, breve, paseo por los artículos y, a partir de ahí, recalamos en algunos puertos de la geografía de la atención psicológica:

 

  1. La importancia de los aspectos afectivos
  2. La dificultad de atenderlos o de incorporarlos a algunas fórmulas de abordaje terapéutico.
  3. La dimensión del grupo que genera un incremento de los aspectos afectivos.
  4. La intervención profesional como proceso.
  5. La decisión de permanecer y el derecho a decidir.
  6. El motivo de consulta.
  7. Lo grupal como símbolo también de lo individual.
  8. El deseo de permanencia.
  9. Las fases de los tratamientos.

 

Estos fueron, entre otros, algunos de los enunciados que, de por sí, son motivo de mucha literatura y reflexión. Puestos monamente, serían el índice de un buen tratado de la intervención psicológica.

 

Les felicito. Pero sin quitar ni un sólo gramo de la felicitación, debo recordar que todo psicólogo debe estar atento a otras cosas también.

 

Cuando Manuel —ese paciente que me visitó el otro día y que les comenté— tras decirnos que no cree en los psicólogos, comienza a desgranar su historia, yo me encontré ante un doble aspecto de la realidad.

 

Por un lado, me encontraba ante un personaje que no creía en los psicólogos pero que estaba ahí, narrándome toda una serie de cosas que poseían un punto de fascinación. Un punto con el que el capote torero poco tenía que competir. Estaba muy atento a lo que me contaba. Atento para entender lo que me decía (el brillo del capote). Pero atento también para poder ir entrando, en la medida en que me lo permitiese, en ese mundo interno que, cual mujer fatal, insinuaba tras sus palabras, sus velos. Pinceladas del mundo interno que se hacían evidentes tras cada idea, cada suceso, cada silencio o cada momento de contención de angustia.

 

Algo así a lo que, metafóricamente, podría estar sucediendo aquí. Yo muy bien podría estar simbolizado por ese Manuel. Voy desgranando aspectos de mi experiencia profesional e intelectual y Uds., atentos, tratan de entenderme. Tratan de saber qué hay tras mi capote torero. Y yo trato de mostrar, oculto tras el propio capote que son mis palabras, gestos, silencios. Claro que podría hacer otra cosa.

 

Podría, como he hecho en alguna otra ocasión, explicar lo que dicen otros. Opinar sobre lo que escriben, o hacer cuadros sinópticos de los hitos más importantes de su pensamiento. E incluso optar sobre sus opiniones. Algo así como explicarles los diversos tipos de capotes, su composición, sus características. Las diversas opiniones en relación con los capotes. Pero he optado por esta forma de trabajar, más cercana a la experiencia vital y profesional.

 

Lo que sucede es que cuando voy transitando por la cadena asociativa que se organiza, más o menos libremente en mi cabeza, pierdo un poco el control de lo que digo. No consigo que mi pensamiento salga tal cual yo creía tenerlo. Se modifica. Algo sucede que no sale como me gustaría a mí. Y lo mismo seguramente les sucede a Uds. Y a los pacientes. Cierto que hay pacientes que vienen con una lista de ideas, de sucesos que relatan «fielmente»

 

—¿existe un relato fiel? —

 

Por lo general, el paciente narra lo que puede, lo que en aquel momento va pudiendo verbalizar. Y nosotros entendemos aquello que podemos entender. Aquí se abre un abismo.

 

Y dejo este aspecto para tocar el «otro lado» de mi relato.

 

Al tiempo que me dejo arrastrar por la corriente asociativa de Manuel (la suya, la mía), debo pensar, debo distanciarme lo suficiente como para que mi capacidad de elaborar lo que escucho y entiendo, adquiera una forma. Y no es fácil pensar en estas circunstancias. (tampoco lo es en la situación en la que nos encontramos). Y no lo es, porque el paciente me arrastra por el camino de sus asociaciones que generan en mí otras cadenas asociativas.

 

En esta situación debo pensar en dos cosas: Una: ¿qué me está tratando de decir mientras me dice lo que me dice? Dos: ¿dónde está la bomba de relojería, el estoque que, cual osado torero me va a clavar?

 

Señalar, que todo ello es, por parte del otro, absolutamente inconsciente e involuntario.

 

A nos ser que estemos ante una perversión.

 

Aquí, entre nosotros, puede suceder lo mismo. Y en las intervenciones psicológicas también. Y no es voluntario. Es automático, involuntario e inconsciente. El paciente, todo paciente, todo grupo, toda institución, cuando comienza a explicarnos lo que le pasa, aun deseando ser absolutamente sinceros, no dicen todo lo que pasa. Y no lo dicen, no lo decimos, porque es imposible. Es como la parte visible del iceberg. Se cuenta lo que se puede y se sabe contar. Y lo que se narra está muy condicionado por la mirada del que escucha. Es muy diferente en medicina. Allí, un paciente cuenta las cosas que le pasan, lo que le duele. Y lo puede contar porque hay un aspecto de la experiencia dolorosa que puede objetivarse:

 

—Me duele aquí. El dolor aparece cuando me levanto de la silla. No, no es un dolor fuerte, es sordo, como si fuese un mar de fondo.

 

Pero en Psicología no funciona así. Cuando una persona sufre, cuando alguien va en busca de un profesional que le ayude a superar una situación estresante, dice sólo aquello que puede decir, que puede objetivarlo de alguna forma.

 

—Voy a serle muy sincero, doctor: yo no creo en los psicólogos. Nunca he creído. Pero, ya me dijo un buen amigo mío, el Dr. XX., que lo mejor que podía hacer es ponerme en manos de Ud. Y, bueno, le he creído. Porque la verdad es que estoy fatal. Y para que se haga sólo una ligera idea, en los últimos dos años se me han muerto 11 personas de mi alrededor.

 

Fíjense la cantidad de información que hay en estas pocas líneas. Cada una de ellas es un pozo, una mina. «Voy a serle sincero». Más allá de la frase que, dicha en nuestro idioma se entiende a la maravilla, qué quiere decir.

 

¿Qué va a ser sincero? ¿qué no sabe si va a serlo? ¿No lo era en otras ocasiones? Por otro lado, si «ser sincero» es sinónimo de me voy a abrir totalmente a Ud., estamos ante un suicida. ¿Cómo nadie va a abrirse ante alguien que no conoce y que no sabe qué va a hacer con ello?

 

Y podríamos seguir. Y esto si nos fijamos sólo en la comunicación verbal.

 

Con ello quiero decir que la comunicación es muy compleja. Que hay elementos de la fascinación que pueden facilitar en la cabeza del que lo escucha, los elementos destructivos suficientes como para destrozar una relación. Por esta razón: aviso para navegantes. ¿Seremos capaces de resistir los cantos de sirena que emanan de mi propuesta, de su reacción y ponernos a trabajar en el tema?

 

Por mi parte lo intentaré. Creo que aquellos de Uds., que permanezcan, también.

 

Un saludo.

 

 

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