41)NO SÉ SI ME ESTOY LIANDO ¿A DÓNDE NOS LLEVAS AHORA?

41) A ver, no sé si me estoy haciendo un lío. No sé por qué pensé que cuando hablabas del referente psicoanalítico estabas pensando básicamente en Freud. He ido viendo que no, que de él te fuiste a M. Klein y luego, casi dando un paso atrás, a Ferenczi. Luego incluiste a Anna Freud, lo que me hizo pensar que con estos cuatro se acababa, más o menos, el tema del referente; pero me da que no. ¿A dónde me llevas ahora? Estoy hecha un poco un lío, realmente. 

 

Entiende que hay un gran abanico de aportaciones y tendencias y que la idea de referente hace alusión a un marco conceptual general que se basa en el psicoanálisis. Pero este marco no es una pieza y, afortunadamente, no es ni una obra acabada ni una forma de pensar monolítica. Quienes la van organizando, por decirlo así, aportan sus experiencias que, inevitablemente, no dejan de ser experiencias personales y, como tales, colorean o matizan sus propias experiencias profesionales. Tal es el caso no solo del mismo Freud sino de Klein, de Ferenczi o A. Freud. Como en muchos otros.

 

Lo que subrayaría, pensando sobre todo en el objetivo de esta entrevista, es cómo el otro, el objeto con el que el sujeto se relaciona, va cobrando una importancia mayor en la construcción del sujeto. Es cierto que elijo aquellos autores que me llevan por esta senda, claro. Un grupo no es sino una configuración dinámica de personas en constante interacción; y ésta es la que va posibilitando que cada individuo sea modelado de otra forma y, al mismo tiempo, modele a los demás. Pero llegar a este punto y entenderlo requiere de más ayuda. Por esto traigo a Harry Stack Sullivan. Te cuento.

 

Ya te dije que para bien o para mal el psicoanálisis no es una religión aunque para algunos sí lo sea. Que no lo sea tiene la ventaja –aunque eso a veces no se vive así–de dar a cada profesional la oportunidad de aportar sus desarrollos que son –como no puede ser de otra forma– los que surgen de su práctica profesional y que se inserta o evoluciona a partir de sus experiencias personales que están matizadas y coloreadas por sus propias historias vitales. Esta práctica depende de muchos factores: del tipo de pacientes que uno suela atender, de la práctica que va acumulando, de las sensibilidades personales y su propio desarrollo como individuo, de la propia experiencia de análisis, del momento social y político en el que se está viviendo…, en fin, de un gran número de factores. Esto me parece que es muy rico si bien, en el fondo, a uno le gustaría que las cosas fuesen más… ¿cartesianas?, más blanco o negro, y punto.

 

Topé con un trabajo de N. Daurella (2000) en el que se sorprendía –como yo– de que durante la formación no le hubieran hecho leer a Ferenczi. En este interesante trabajo alude a los «desaparecidos»: autores que, en la medida en la que no siguen las pautas de la corrección psicoanalítica, quedan como apartados de los autores y textos «correctos». Suscribo, desde mi propia ignorancia, esta idea de Daurella. En cierto modo, me ha sucedido lo mismo y –esto es lo peor– ha contribuido, por ignorancia supina, a mantener ese error. Un ejemplo lo fue Ferenczi, y otro Sullivan. Aparece mencionado –como Goldstein y algún otro autor en la obra de Foulkes, pero los que en su momento podrían haberme dirigido y animado a conocerlo, por las razones que fuera– prefiero pensar que igual ellos tampoco lo conocían no lo hicieron.

 

No sé si has tenido la suerte de trabajar con pacientes diagnosticados de esquizofrenia y otros estados de descomposición mental grave. He tenido esta suerte. Y digo suerte porque una vez superado ese, llamémosle, miedo y respeto a estar con personas con tan alto grado de sufrimiento psíquico, y si el entorno en el que trabajas ha posibilitado esta experiencia, lo que ves es a personas normales y corrientes cuya relación contigo y entre ellos puede resultar estrambótica o rara; pero al mismo tiempo muy enriquecedora. E incluso cuestiona muchas cosas de uno mismo al constatar que mucho de lo que dicen, hacen o piensan de las dificultades que presentan, no te son tan ajenas. Y eso también asusta.

 

Te sorprende ver las relaciones que hay en el seno de sus familias. Y ahí me duele reconocerlo, pero la realidad es que en muchas ocasiones he y hemos hecho mucho daño cuando se instaló de forma tácita entre nosotros la idea de culpabilizar a los padres de lo que les pasaba a sus hijos. Recuerdo –con una cierta vergüenza– la idea de «madre esquizofrenógena», que estuvo en boga a mediados del siglo pasado y muy presente hasta casi finales del mismo. No entender el sufrimiento que estas familias han padecido y padecen, las serias dificultades de contención de las ansiedades del familiar «enfermo», y de un largo etcétera de aspectos cotidianos que complican mucho la convivencia ha sido, creo, de muy poca utilidad. Muchas son las personas que me vienen a la mente en estos momentos y no es lugar para hablar de ellas; pero si algo he aprendido es a verlas como personas con dificultades serias de comunicación consigo mismas y con los demás. Y que el establecimiento de una relación que les permita encontrar otras formas de sentirse en relación con los demás, es una de las mejores cosas que podemos hacer.

 

Aprendí que los humanos somos seres inseparables del entorno en el que nos movemos desde el minuto cero de nuestra existencia. Y leyendo a Sullivan me sorprendió constatar que pensaba lo mismo. Al parecer, Sullivan, siguiendo a Balbuena, no estaba de acuerdo con los planteamientos que centraban la patología esquizofrénica en aspectos biológicos, subrayando la existencia de muchos aspectos preservados y que en ellos nos teníamos que apoyar: «es, justamente, auxiliándose el terapeuta de tales rasgos conservadores que subyacen en el psiquismo del sujeto con psicosis, y no en los que la enfermedad ha mermado desigualmente, que aquél estará en disposición de reconducir al paciente a la recuperación y reintegración social, juzgándose dinamizadores terapéuticos de tal cambio insuflar al enfermo la creencia interna de que puede sortear o superar las dificultades interpersonales, utilizándose también el grado de insight que posea para valorar la estabilidad de su recuperación psíquica y emocional» (Balbuena, 2013:129). En este sentido, Sullivan «enfatiza el valor fundamental de la simbolización, cuyo estudio juzga capital para desentrañar y mitigar la asfixiante angustia de quien una vez se replegó sobre sí y ahora se procura reconectar a la realidad social» (Ibídem: 130). Realmente sorprende, ya que nos estamos situando casi cien años ha. Ya en un texto suyo de 1926 señala«como factores preliminares en la irrupción de esta enfermedad mental desajustes del sujeto al contexto social, ausentes en quienes mantienen una relación afectiva adecuada, siendo la primera vez que el término interpersonal se cita en un escrito técnico “sullivaniano” para dar cuenta de las fallas sociales que el psicótico posee» (Balbuena, ibídem: 131).

 

Ávila (2013) dice que Sullivan «es la piedra angular de la tradición interpersonal del psicoanálisis […]. Inaugurada silenciosamente por Ferenczi, la teoría interpersonal de Sullivan propuso una práctica cuya ética sitúa al sujeto como producto de su red social, y es un referente de cambio para el psicoanálisis y la clínica desde finales de los años treinta hasta la actualidad» (ibidem:117).  Esto es muy importante. No solo por lo que atañe a la atención que se debería poder dar en los centros asistenciales – ‒independientemente de si son psiquiátricos o no‒, sino en lo que guarda relación con cualquier tipo de psicoterapia y más la grupal.

 

Leer a Sullivan no resulta fácil. Su forma de escribir –o quizás la traducción de lo que tengo‒ es un poco espesa y genera una cierta confusión. Parte de ella proviene, creo, del hecho de no formular una conceptualización de lo que podríamos llamar aparato psíquico, o que no retoma conceptos freudianos o kleinianos. Tuvo la suerte de trabajar con W. A. White quien, junto a A. Meyer, «fue una presencia dominante en la psiquiatría estadounidense y despertó en Sullivan un temprano interés por los esquizofrénicos» (Mitchell 2004:115). Al parecer tuvo relación con Ferenczi y recibió su influencia a través de Clara Thomson, ya que fue él mismo quien animó a Clara a ponerse en contacto con Ferenczi. Según Ávila (2013), ya en 1922 Sullivan concibe el servicio hospitalario «como un entorno facilitador con personal empático con los pacientes y borrando las diferencias de status entre doctores, ayudantes y pacientes, dando relevancia y espacio a la relación personal como instrumento de trabajo, a la provisión de intimidad, lo que hacía posible un trabajo directo con las intensas transferencias de los pacientes psicóticos o prepsicóticos» (2013:122). Como puedes ver, nos estamos separando de la posición psicoanalítica «típica». De hecho, Balbuena (2013) nos dice que «en sus últimos 12 meses de estancia en el hospital Sheppard-Pratt, destaca el diseño de una pequeña ala psiquiátrica por parte de Sullivan inserta en el edificio de admisión al hospital, donde fueron internados 6 sujetos varones con esquizofrenia. De ello es de interés recalcar la relevancia dada a las primeras 24 horas de internamiento para forjar un buen rapport y vínculo psicoterapéutico. Partiendo del principio de que lo semejante se cura con lo semejante, pensaba que el sujeto afecto de esquizofrenia se “curaría” si era capaz de crear “otras” relaciones interpersonales […] y alentó la creación en tal ala de lo que llamaría sociedad preadolescente, un modelo social de tránsito hacia la madurez» (Balbuena, 2013:127).

 

De la introducción que hace Blake Cohen del libro de Sullivan (1974) sabemos que fue una «persona formada en el entorno del psicoanálisis, discrepando seriamente [de] algunas de las hipótesis de Freud (por ejemplo, no se interesó por fenómenos como la sexualidad infantil o los fenómenos histéricos), concuerda con muchas otras cosas y añade elementos que Freud había descuidado como son los patrones o moldes particulares de interacción que se producen entre ciertas personas» (Sullivan, 1974:15).

 

Harry Stack Sullivan (1892 – 1949) es considerado como neofreudiano, muy influido por los textos de Freud, pero también por los de C. Jung, J. Piaget, A. Adler, W. A. White, G. Mead y K. Lewin (Sollod, R. 2009:211). Tuvo mucha influencia en el pensamiento de Mitchell, como veremos más adelante. Él, como también Ferenczi (Mitchell, 2004), partía de una idea: las personas somos seres sociales sí o sí. Al animal humano, al que, como él dijo «llamamos recién nacido», lo ve no tanto como un ser sujeto a pulsiones, sino como un ser en plena y continua relación con los demás; en búsqueda de experiencias relacionales y el producto de las interacciones interpersonales que establece. Esto significa que nos construimos a partir de las relaciones que se han ido estableciendo con los entornos en los que estamos (Sullivan, 1974). Y esto me parece importante subrayarlo. Una relación no es, para Sullivan, esa idea medio descafeinada que tenemos y que  suele reducirse, casi, al mero intercambio de ideas, pensamientos, etc. No. Una relación es para Sullivan el acto a través del que se construye no solo el pensamiento del otro y de los seres humanos en general, sino lo que  les construye. El campo interpersonal, el campo de la interacción con el otro es el verdadero centro de estudio para Sullivan. Los profesionales, en este sentido, no estudiaríamos al otro como si se tratara de un objeto, sino que lo estudiamos en tanto que forma parte de un entramado o contexto de interacciones entre las que también estamos nosotros. Como bien puedes suponer, eso conlleva una ruptura ‒no te sabría precisar cuán radical‒ con la idea primigenia de Freud. Y muy posiblemente no podría haber sido de otra forma.

 

Una de sus grandes preocupaciones es el tema de la comunicación humana y que entronca directamente con otra de sus ideas fundamentales: el estudio de las relaciones interpersonales. Presenta dos proposiciones básicas: «a) gran parte del desorden mental es el resultado de la comunicación inadecuada y es perpetuado por ella al verse obstaculizados por la ansiedad los procesos comunicativos, y b) cada persona en cualquier relación con otra, está comprometida como una porción de un campo interpersonal, más que como entidad separada, en procesos que afectan y son afectados por el campo» (:14).  Esta segunda proposición me hace pensar en Lewin de quien extrae parte de su pensamiento– y su teoría del campo social, y que en cierta medida viene recogida por Mitchell cuando afirma que «el principio según el cual la unidad más significativa es el campo y no el individuo suena simple, pero tiene profundas implicaciones para el pensamiento acerca de la personalidad, la patología psíquica y el psicoanálisis» (Mitchell, 2004:118). Y añade: «Sullivan llegó a considerar que la actividad y la mente humana no son realidades que residan en el individuo, sino que se generan más bien en interacciones entre individuos» (ibídem:118). Creo que es importante subrayar eso ya que, aplicándolo al pensamiento de lo grupal, de lo grupoanalítico, podremos entender bastante mejor la idea que propuso Foulkes.

 

En su texto de 1974, a lo largo, por ejemplo, de las primeras cincuenta páginas hay una profusión de ideas que apuntan directamente a la relación como elemento clave del desarrollo. Hablando del trabajo del profesional señala que «nos hallamos frente a una de las más difíciles acciones humanas: la de organizar el pensamiento sobre uno mismo y los otros, no sobre la base del yo único e individual, que es posiblemente la posesión más valiosa que tiene uno, sino sobre la base del humanismo común de uno» (ibídem:24). Y es que, recogiendo las palabras de Liberman, «la interacción forma el comportamiento social, generando secundariamente una representación del self que se “sobreimpone” a una realidad interaccional más fundamental y fluida» (Liberman, 2014:49).

 

Desde un nivel descriptivo, plantea dos tipos de absolutos de experiencia relacional: la euforia absoluta y la tensión absoluta y «mientras la euforia absoluta puede definirse como un estado de total bienestar […] la tensión absoluta puede ser definida como la máxima desviación de la euforia absoluta […] [y] es el relativamente poco común y siempre transitorio estado de terror» (Sullivan, 56). La experiencia humana es «en último término una experiencia de tensiones y experiencia de transformaciones de energía» (:57). Tres serían los tipos de experiencia que surgen a lo largo del desarrollo: la prototáxica, la paratáxica y la sintáctica. La primera «es la experiencia más temprana del bebé, cada experiencia es vivida de forma aislada y descoordinada de las demás experiencias, el mundo es percibido como un flujo de momentos de sensación diferenciados y sin relación» (Sollod, 2009:212), la segunda «es cuando el bebé comienza a percibir la conexión temporal entre los eventos. El bebé es capaz de dar una respuesta diferenciada» (Sollod, 2009: 212), en tanto que la tercer, la sintáctica, que es la que  «corresponde al pensamiento lógico y analítico, y la presencia de un pensamiento predictivo»(Sollod, 2009:212).

 

Como Lewin, y recogiendo sus palabras, supone que «la criatura aprende, en grado creciente, a controlar el ambiente y se torna psicológicamente dependiente de un creciente círculo de hechos ambientales: la existencia de un lazo social es una condición necesaria [para] la viabilidad de una criatura, que todavía no es capaz por sí misma de satisfacer sus necesidades biológicas más importantes» (1974:61). Sullivan, entre otras cosas, propone el «teorema de la ternura», por el cual «la actividad observada en la criatura, que es producto de la tensión de necesidades, induce la tensión en el ser maternal, que la experimenta como ternura y como un impulso a realizar actividades tendientes a aliviar las necesidades de la criatura» (1974:18). Es decir, con este pequeño ejemplo –que aparece en varios lugares del texto– lo que viene a decir es que todo lo que hacemos los humanos está relacionado con la interrelación con los demás, quienes, de alguna forma, generan en los otros una serie de actitudes, comportamientos respecto a ellos.  Fíjate, que de la actividad que la madre observa en su bebé nace una vivencia en ella –la ternura –que le lleva a realizar una serie de actividades que alivien algo que observa en el bebé.

 

Hay una hipótesis central: «el organismo humano es tan extraordinariamente adaptable que no solo podría vivir de acuerdo con las más fantásticas reglas sociales si éstas le fueran inculcadas debidamente desde la infancia, sino que éstas le parecerían, más allá de todo análisis, naturales y apropiados modos de vivir […]. Antes de aprender el lenguaje, todo ser human ha aprendido ciertos patrones generales de relación con el progenitor o con alguien que actúa maternalmente con él. Estos patrones generales se convierten en los cimientos, totalmente sepultados pero firmísimos, sobre los cuales se constituye todo lo demás» (:26). Entre otras cosas cree en la existencia  de unos «patrones generales» que le permiten afirmar que «al finalizar el noveno mes de infancia, existen organizadores de experiencia que se manifiestan en recuerdos y previsiones en un gran número de las categorías de comportamiento […]. Se manifiestan en patrones que hacen sumamente probable que los rudimentos de una zona bastante grande del vivir humano estén ya organizados al finalizar el noveno mes de vida» (:181).

 

En esta relación que se establece con el otro, emerge lo que para Sullivan es básico y que aparece de forma reiterada en toda su obra: la ansiedad, aunque no la define; pero fácilmente se puede deducir que corresponde a una experiencia desagradable que surge de esta relación.  Dice que «la tensión de la ansiedad, cuando se presenta en la persona maternal, induce ansiedad en la criatura» (:63), dándole a la ansiedad un carácter contagioso, por lo que si quien trata al recién nacido está ansioso, algo le transmite que genera esa misma ansiedad en el infante. En consecuencia, el niño va teniendo experiencias de satisfacción máxima o de ansiedad elevada. En cada momento todos nos situamos en un punto intermedio entre estos dos estados. A mayor alejamiento del estado de esa satisfacción –euforia, le llama– mayor nivel de ansiedad.  Ahora bien, también indicó que, al haber una relación recíproca, la tensión en el bebé puede también generar la ansiedad en la madre.

 

En correlación con lo expuesto anteriormente, propone una teoría interesante: «la experiencia se aprende sobre la base de la “pendiente de ansiedad”, siendo tal la existente entre la tensión máxima y la mínima». Es decir, el bebé va aprendiendo a ubicarse en el lugar de esta pendiente en el que existe un equilibrio entre estas dos posiciones extremas. Existirían varios procesos de aprendizaje. Uno de ellos hace referencia al control del grado de ansiedad tolerable; otro el aprendizaje por prueba y éxito (:185); el siguiente es el de recompensas y castigos (:186), siendo el cuatro el de prueba y error. A través de la interacción con la persona significativa –y el entorno–  y de los sistemas de aprendizaje, las experiencias se amalgaman en lo que denomina «yo bueno». Ese yo bueno es el tópico básico para la discusión del yo. Por otro lado, emerge el yo malo, resultante del amalgamiento de las experiencias generadoras por elevadas dosis de ansiedad. (:196-8). Finalmente aparecería el no-yo, que «se organiza en señales inusitadamente simples en el modo paratáxico de experiencia y está compuesto por aspectos de la vida mal entendidos que en el presente se consideran “espantosos” y que más tarde serán diferenciados en incidentes a los cuales se atiende con sobrecogimiento, horror, aversión y terror» (Sullivan, 1974:163).

 

Con Mitchell (2004) descubrimos que, para Sullivan, «la actividad y la mente humanas no son realidades que residen en el individuo, sino que se generan más bien en interacciones entre individuos» (:118). Esto nos lleva a considerar que no sería posible el estudio del individuo como objeto aislado e inseparable de su contexto interpersonal, idea que apunta a una realidad muy diferente: el entorno, las relaciones con los demás –desde lo familiar a lo social– determinan cómo es cada cual. Lo que también nos implica a nosotros como profesionales, claro. Porque si aceptamos esa idea, tendremos que comenzar a considerar seriamente qué sucede en la relación psicoanalítica o psicoterapéutica. Y esto es entrar en otro territorio.

 

Para Sullivan la personalidad es el patrón relativamente duradero de situaciones interpersonales recurrentes que caracterizan una vida humana (Ávila: 128). Pero ¿qué son situaciones interpersonales? Es una-persona-integrando-una-situación-con-otra-u-otras-personas (Ávila:129). Fíjate, pues, que lo que aquí aparece es algo que ya verás más adelante, pero que hace alusión a la dificultad de considerar y estudiar al individuo como tal, como indivisus, o como homo clausus, y que nos lleva a la necesidad de verlo como parte de un necesario colectivo, homines aperti; idea que ya ha aparecido anteriormente. Ahora bien, la realidad es que el bebé es, desde su inicio, un ser que se manifiesta activo hacia el entorno, que lo busca, lo necesita.

 

Tras leerle, uno se cuestiona muchas cosas; sobre todo cuando, de forma casi automática, repasa sus propias experiencias clínicas tras cuarenta años de profesión. He comentado que, para mí, los mecanismos de defensa son también mecanismos de comunicación. Para Sullivan, la ansiedad también lo es. Es más, parece que plantea que el humano aprende del otro humano los mecanismos mediante los que expresa su malestar. Por ejemplo, al considerar que la ansiedad es algo que el bebé capta del otro y lo incorpora a su forma de manifestar el malestar. En la relación asistencial, se precisa que el profesional sea capaz de tener muy presentes sus propios sistemas de comunicación –y de defensa–, ya que con su utilización va a facilitar que el paciente –o pacientes– vayan introyectando otras alternativas comunicativas –de defensa– más adaptadas a su realidad personal y social. En este sentido, es interesante comprobar cómo era importante conocer en detalle los aspectos no solo de la historia clínica, sino las circunstancias que rodeaban a las situaciones conflictivas. Para él, la indagación detallada de todo ello se correspondía con el estudio de cómo se van articulando los mecanismos para prevenir la ansiedad. Examinar las palabras que se utilizan para describir la situación, que son particulares para cada persona y momento, es la mejor forma que tenemos para comprender los mecanismos que se utilizan para afrontar la ansiedad, base, como hemos visto, que rige las formas de comportarse.

 

Me parece muy interesante la cita que recoge Liberman (2014[i][ii]:53), que extraía de Levenson (1992):

Es la formulación de Sullivan de la relación entre el paciente y el terapeuta la que ha sufrido mayores cambios. Tanto la “validación consensual” como la “observación participante” implican mutualidad; no una persona (el terapeuta) corrigiendo a otra persona (el paciente) […]. Sí, por todo ello, Sullivan se dejó a sí mismo fuera de la ecuación. Era la realidad del paciente la que estaba en cuestión y el rol del analista era ayudarlo a distinguir lo que era verídico y lo que era distorsión, “distorsión paratáxica”. El analista monitoreaba de muy cerca su propia ansiedad para evitar momentos de desatención selectiva que podían comprometer su claridad de visión y de propósito y provocar excesiva ansiedad en el paciente. Pero no estaba en cuestión quién era el terapeuta; el paciente como paciente era definido por el supuesto de que distorsionaba al terapeuta (Levenson 1992, p.452).

 

Considerar la importancia de la relación como medio de moldear al otro, como creo que lo percibe Sullivan y en cierta medida también planteaba Ferenczi, y aceptar que el otro también nos moldea y modela, conlleva colocar en primer lugar –y casi único lugar– la relación, o mejor, la interrelación entre quienes están en un escenario psicoterapéutico. Aunque este escenario lo podemos trasladar a lo social y, en este caso, la cuestión se complica bastante más.