Resumen. Con estas líneas inicio un nuevo curso, el primero en Tarrasa. Es compleja la situación y los pensamientos que me vienen no auguran un final feliz.
Resumen. Con estas líneas inicio un nuevo curso, el primero en Tarrasa. Es compleja la situación y los pensamientos que me vienen no auguran un final feliz.
Palabras clave: encuentro, ansiedad depresiva, ansiedad persecutoria, ansiedad confusional, inicio de grupo, pérdida de identidad.
Llegué tras media horita de agradable y algo tensa caminata: sabía e intuía la dirección a tomar, pero al carecer de perspectiva aérea, no sabía muy bien dónde me encontraba, pero al final llegué. Me dirigí a un bar. Siempre viene bien un cafetito para ordenar y reposar ideas. Como siempre me ocurre me encuentro ante una serie de preguntas que asaltan mi tranquilidad: ¿Qué querrán realmente de mí? ¿Qué les interesará hacer? ¿Cuáles son sus expectativas? Porque la idea general de “saber conducir un grupo” me resulta muy difícil de contestar. No creo que sepa conducir grupos por más que lo intento. Lo que suelo hacer es estar con las personas que tengo delante y tratar de ir estableciendo puentes que permitan seguir trabajando y pensando juntos. Creo que lo más fácil será preguntarles. Tampoco sé cuánta gente se ha apuntado ni por qué lo han hecho. Me imagino que pocos o nadie lleva grupos en el sentido literal del término y que el factor “me apunto porque me lo han pedido”, estará muy presente. Esto es un componente difícil de articular. Es como cuando un paciente va a la consulta porque le han insistido que vaya. En estos casos la motivación no está en esta persona sino en el entorno. Y el proceso por el que la intención que está fuera de uno acabe estando en uno, no siempre es fácil.
Mientras tomo un café veo personas y me asalta la pregunta, ¿serán estas los que vienen al cursillo? Algunas se agrupan en una mesa, parece que se conocen. Pero también pueden ser madres que han dejado a sus hijos en el cole. También veo un grupo de personas que esperan a la entrada del centro. Bueno, el cafetito, potable y algo caro, a mi modo de ver. Faltan dos minutos. Voy para allá.
Somos como veinticinco. Eso significa que es un grupo mediano, es decir, menos íntimo que un grupo pequeño. Tras la presentación discreta pero cálida hemos ido poniendo en la pizarra las razones por las que estamos aquí. Esto nos ha dado pie a comenzar a pensar en todo ello: poder trabajar en grupos, poder pensar, obtener habilidades, perder el miedo, etc., fueron algunas de las cosas que aparecieron. Eso nos permitió unos primeros intercambios de ideas.
Posteriormente hicimos un dibujo. Ahí se percibían las diferencias que hay entre nosotros de lo que entendemos por grupo. Y de la posición que ocupa el conductor. Y otras ideas fueron apareciendo: clasificación necesaria de las personas pero al tiempo cómo esa misma clasificación paraliza el desarrollo de esas personas, la dificultad de formar tándem con el otro, la confianza y cómo es de difícil alcanzarla, etc.
Ahora vamos a por nuestro segundo encuentro. Quizás comenzamos por esa constitución del grupo, de nuestro grupo. Los criterios o los consejos en la función convocante. En cómo compaginar la idea de estar siempre en grupo, de ser fundamentalmente miembros del grupo social, y el hecho de organizarnos en grupos con determinados objetivos. Y ello sin dejar de considerar las ansiedades
que comentaba al inicio de este escrito. Esas ansiedades operan en todo momento de la vida grupal. Son el señalamiento del temor a algo que puede suceder, algo que es irracional pero que está presente. Y estas ansiedades, tres para ser exactos, operan en las relaciones que establecemos con los demás.
Es curioso. Y es frecuente. Los primeros encuentros me exigen aportar muchos conceptos teóricos. Como si tras ello se ocultara una doble necesidad: la de empapuzar a los alumnos con mucho alimento necesidad que debe ser pareja a la de esperar ansiosamente el alimento intelectual. Pienso en las ansiedades de cualquier madre ante su primer bebé, o ante cualquiera de sus bebés. ¿Le daré suficiente de mamar? ¿Comerá suficientemente? Y no sé si ello se corresponde al hambre real del recién nacido. Son momentos de muchos interrogantes. Y unas preguntas me vienen a la mente: ¿Qué tipo de vínculo, qué características tiene ese vínculo y cómo determina la relación? Si fuese muy ansioso, transmito esa misma ansiedad y por lo tanto le digo al otro que estoy así, muy ansioso. ¿Cómo repercute esa información en el otro? Me imagino que lo mismo sucede en dirección contraria. ¿Cómo nos las apañamos con esa ansiedad?
Finalizado este segundo encuentro percibo la complejidad de la tarea ante la que nos colocamos. Cómo organizar las ansiedades que se nos despiertan ante la “obligatoriedad” de ir al cole. Creo que en este tercer momento, hablar de las ansiedades ante las que nos encontramos puede facilitar la tarea.
El contacto de un individuo con el otro activa numerosas alarmas. Estas se podrían ubicar en torno a un eje en uno de cuyos extremos se sitúa el temor a la pérdida de la identidad, en tanto que el otro es el de la pérdida del contacto con el otro. La primera, la pérdida de la identidad, parece activarse ante la fantasía de que mis “propias características” desaparecerían a partir del contacto e interrelación con el otro. La fantasía de que si dejo de tener eso ya no soy yo. Ahí habría una intensificación de la valoración de mis propias cosas que, al elevarlas a un estado casi idílico, las torna en sagradas. Esta experiencia la hemos tenido quienes hemos emigrado. Emigrar supone dejar en suspense eso que podríamos llamar “identidad”. La fantasía de dejar de ser yo al estar entre otros. La fantasía, poderosa fantasía de “perder” lo propio. Valoramos más la pérdida que la ganancia.
Estas fantasías no dejan de ser la expresión de una visión del individuo cerrado: yo no puedo dejar de ser lo que yo soy y tengo porque ese otro que podría ser ya no es el primero. Crisis de adolescencia: si soy como son mis padres… ¿Quién soy yo? Hay quien resuelve esta ocasión dándose tiempo, manteniendo la calma e ir encontrando su forma de estar cómodo con él mismo, con los demás y con su familia. Otros pierden esa pregunta y se fusionan con la forma de ser de sus padres y familia. Como si no pudiesen ser otra cosa que lo que son ellos. El resultado final es muy complejo porque los vínculos establecidos son tan rígidos y poderosos que acaban siendo más la voz de su amo que su propia voz. Pero no es solo una elección personal ya que eso también está condicionado por los demás. Muchas veces los padres vivimos mal que el hijo tome determinados derroteros que le van constituyendo su propio proceso de crecimiento personal. En algunas de esas situaciones el grupo familiar originario vive como una traición ese movimiento, por lo que lo impide, lo paraliza. Y uno se paraliza con ello. Aparecen frases como “en esta familia las cosas se hacen así” o “en esta empresa las cosas…” viviéndose como alteración grave el pensar si lo mismo se puede hacer de otra forma.
Finalmente otros optan por la patada. Dan la patada porque no encuentran la forma de sentirse bien con ellos mismos. Dan la patada (y se dan una patada a sí mismos) porque consideran que esa su familia es la razón de todos sus sinsabores. Hay hijos que reniegan de sus orígenes, cambian su apellido porque “yo no soy de esa familia” y se sorprenden cuando la familia expresa su dolor por ese hecho. Banalizan los lazos que durante años, siglos en el caso de muchos grupos humanos, han ido entrelazando y formando la personalidad de cada uno. No aparece el agradecimiento sino la rabia y el odio hacia todo aquello de lo que derivan. Y en las conversaciones con sus amigos van haciendo hincapié en “lo horrible que es pertenecer a esa familia”. Y eso en vez de buscar la manera de poder seguir siendo uno sin que ello represente cambiar el apellido. Evidentemente la identidad no reside en el apellido, sino en lo que uno hace. Como tampoco la identidad es algo fijo, estático, sino que es algo cuya construcción abarca toda la existencia hasta el mismo momento de entrar en la caja de madera. Otra crisis compleja de crecimiento que requiere mucho tiempo para remedar; y no siempre se remedia.
En la segunda alternativa es el temor a la difusión por lo que hay un enclaustramiento en las propias características, un encierro autista que me aparta de los demás ante el mismo temor: dejar de ser yo. Ante el pánico a diluirme de la primera aparece la reacción contraria, la de encerrarse en sí mismo para preservar mi propia identidad. Eso me aísla y, por lo tanto, me enferma. Ahí no es tanto una crisis de adolescencia sino una de existencia: hay un encerramiento, un rechazar de plano la necesidad del otro. Aislamiento, autarquía, y soledad son expresiones de esa gran dificultad para sentirse parte del todo. Para ello híper valoramos nuestras propias características. Uno queda encerrado en su propio narcisismo. Nos contemplamos en el espejo y nos sorprendemos de lo maravillosos que somos. Cuando una familia, un individuo, un colectivo se mira siempre en el espejo… peligra su existencia ya que el encierro narcisista es el peor de todos los encierros. Ahí el autismo, expresión máxima del encierro individual y colectivo.
Con estos mimbres empezamos la última parte. Constatar que a los humanos se nos activan fácilmente las alarmas en forma de ansiedad no es fácil. Porque por lo general tenemos una tendencia a considerar que esas cosas solo les pasa a los otros pero no a nosotros. A modo de síntesis os comentaba que eran tres los tipos o las formas de mostrar ansiedad o de defendernos de lo que sentimos como peligroso. Pero estos tres sistemas no son formas aisladas, formas inconexas la una de la otra. Imaginaros como si estuviésemos ante algo que va tomando una u otra forma a partir de cómo hemos ido aprendiendo a manejarnos (ahí la influencia del grupo familiar es notable) ante las situaciones que nos generan malestar.
Una de ellas es considerar que lo que nos genera ese malestar está ubicado fuera de nosotros: “ellos no nos quieren”, leemos en el diario con una cierta frecuencia, “la culpa es de tal persona”, podemos escuchar a un paciente, “mi hija es la que me genera todo esto que tengo”, puede decir un tercero, etc. En estas y en una infinidad de situaciones la forma que tenemos para “expulsar” las razones de nuestro malestar es atribuirlas a algo exterior a nosotros. Esta forma se denomina persecutoria. Persecutoria porque ese de fuera, ese otro es el que “nos ataca y genera nuestro malestar”. Ello no excluye algo de cierto en la frase pero no la totalidad de esa verdad; pero sobre todo, lo más claro de esta forma de defendernos o de disminuir el malestar es que el sujeto que tenemos delante nunca es el responsable, nunca tiene nada que decir ante eso que le pasa: siempre son los de fuera. Fijaros, por ejemplo, en lo que suele suceder en un accidente de tráfico. Un par de vehículos han chocado, o uno ha hecho un rasguño al otro. ¿qué suelen hacer los conductores? Salir enfurecidos acusando al otro de ser el responsable de lo sucedido. Y suerte que hay seguros porque si no se llegaría a situaciones mucho más violentas. Eso es una respuesta de tipo persecutorio porque independientemente de que quizás el otro sea el causante, desaparece la capacidad para pensar en qué ha pasado.
La ansiedad depresiva es diferente. Aquí la tendencia natural es considerarse uno el responsable de lo que pasa. Un miembro del grupo decía: “Ayer vi la letra de mi hija (24 años) y me horroricé al ver una letra de persona inmadura, y me sentí mal porque creo que es por culpa mía, por no haberle hecho más caso, por no haberla dado más apoyo”. Eso me lo decía una persona ayer, tras el seminario con vosotros. Es un buen ejemplo de ansiedad depresiva. No hace falta que alguien llore para tener esa ansiedad. La idea que subyace es que es uno el único y fundamental responsable de eso que está sucediendo. Lo cual, más allá de que puede haber algo de cierto, no es toda la verdad. Y como siempre, la posibilidad de que no sea así es difícil de aceptar. Incluir la relatividad de nuestra existencia humana, tolerar que ni todo está en uno ni todo está fuera de uno, es difícil. No es fácil asumir esa constante y permanente inestabilidad que es la propia de la naturaleza: todo es cambiante y al tiempo permanente.
La tercera posición, la confusional, es muy compleja. La idea fundamental es la de pérdida: uno no sabe, no ve, no detecta qué es lo que le pasa. Los hechos de la vida, las vivencias pierden su tonalidad más o menos jerarquizada y todo pasa a ser de un relativismo preocupante. Porque una cosa es poder relativizar las cosas para no vivirlas a la tremenda y otra es vivir en esa indefinición de todo lo que me sucede y sucede a mi alrededor. Evidentemente la salida hacia lo depresivo o hacia lo persecutorio es complejo porque es como salir de las brasas para meterse en el fuego. Es una vivencia muy destructiva que comunicamos al otro confundiéndole, desorientándole, haciéndole perder sus propios papeles.
Bueno, lo dejo por hoy. Soy consciente que lo colgaré de la web tarde, mañana lunes. Pero me ha sido imposible concluir estas líneas antes.
Un saludo,
Dr. Sunyer